Publicado el 12 de diciembre de 2023 en La Abadía de Berzano
Hace unos días fallecía Concha Velasco. En este repaso abacial de su filmografía nos detendremos apenas en dos decenas de títulos de los más de cien en los que intervino en cine y televisión. El criterio es puramente subjetivo, así que nadie se lleve las manos a la cabeza si no encuentra referencias a El indulto (1960) y Los gallos de la madrugada (1971), las películas que supusieron su encuentro y su ruptura con José Luis Sáenz de Heredia, o a Más allá del jardín (1996), almibarada adaptación de una novela de Antonio Gala por un Pedro Olea que había marcado su cambio de registro en Tormento (1974).
No fue hasta Libertad provisional (Roberto Bodegas, 1978), que Conchita Velasco apareció acreditada como Concha. O sea, que hasta casi rozar la cuarentena, mantuvo el diminutivo. De las múltiples estaciones que cubrieron el trayecto de Conchita a Concha nos ocuparemos en estas líneas.
En busca de un personaje
La primera vez que Concepción Velasco Varona apareció acreditada como Conchita Velasco fue en La fierecilla domada (Antonio Román, 1955), una adaptación “libre” de la comedia de William Shakespeare resuelta con muy buena mano por Antonio Román. Es la última del elenco y apenas tiene tres o cuatro frases de diálogo. Su misión es hacer algunos mohínes y servir de soporte a las réplicas de Carmen Sevilla, que es la estrella de la función junto a Alberto Closas. Tiene entonces dieciséis años y una mínima experiencia ante las cámaras como parte del cuerpo de baile español que ha intervenido en La reina mora (Raúl Alfonso, 1955). Ése ha sido su trabajo hasta entonces: bailarina en las compañías de Celia Gámez, Antonio Garisa y la pareja Manolo Caracol-Lola Flores.
En Los maridos no cenan en casa (Jerónimo Mihura, 1956) empieza ya a lucir palmito y a lanzar alguna frase intencionada que se convertirán pronto en marca de la casa. Como está protagonizada por Zori, Santos y Codeso, la película tiene estructura y modos de revista: para colarse en una residencia para mujeres despechadas donde los hombres tienen prohibida la entrada, “los chicos” se hacen pasar por las tres esposas de un sultán —disfraz de odaliscas, velo cubriendo la boca, voz atiplada— que las ha dejado por otra. Claro, que allí está la tentadora Purita, doncella de uniforme negro y mandilito blanco, dispuesta a dejase empujar en el columpio por los tres amigotes con la consiguiente exhibición de pantorrillas. La actriz es aquí ya consciente de sus armas, pero aún le toca, pecar de ingenua. Nada que ver con su cometido en Muchachas en vacaciones (José María Elorrieta, 1958). Aunque comparte protagonismo con las italianas Maria Piazzai y Barbara Varena, esta vez su nombre viene precedido de “con la presentación de”. Estamos ya plenamente sumergidos en el filón transalpino en el que Conchita Velasco va a brillar durante esta primera etapa: el de las comedias románticas de episodios entrelazados. La cinta no es otra cosa que una secuela de la afortunada Muchachas de azul (Pedro Lazaga, 1957), con una doble variante: intriga criminal y película pro-turismo. Las localizaciones mallorquinas buscan cubrir la necesidad de la administración de títulos que sirvan de promoción a la floreciente industria del turismo, principal fuente de divisas en la depauperada economía española que busca abrirse a Europa sin renunciar a una ideología que lleva imponiéndose desde el final de la Guerra Civil. La excusa argumental se construye en torno a las tres empleadas de Galerías Preciados que viajarán con el gerente a Palma de Mallorca para actuar como maniquíes en un pase de modelos para la nueva temporada. Antes de salir se ha producido un atraco en los grandes almacenes y Carmen (la Velasco), aficionada a las novelas de misterio y empleada en el fotomatón de la casa, ha podido registrar la imagen del jefe. Los criminales las siguen hasta allí para acabar con su vida y, de paso, apoderarse de las joyas de una millonaria americana. Carmen conseguirá apresar a los delincuentes, obnubilados por su seductor baile moderno.
Ya están aquí casi todos los ingredientes del pelotazo del año: Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1958). Y dice uno “casi” porque faltaba aún un elemento en la configuración de su imagen como icono de su tiempo: el emparejamiento con Tony Leblanc. La solidaridad femenina interclasista vencerá todos los obstáculos hasta la resolución del amor de las cuatro parejas... previo paso por los Jerónimos.
Epítome de la comedia predesarrollista, Las chicas de la Cruz Roja muestra en flamante Eastmancolor el cruce de la calle Alcalá con la Gran Vía como crisol de madrileñismo y la convivencia pacífica del hipódromo de la Zarzuela con los barrios populares. Estos están representados precisamente por el celoso Pepe (Leblanc) y la pizpireta Paloma (Velasco), que parece escapada de la verbena de lo mismo. La vallisoletana se convierte así en la chulilla madrileña por excelencia. Ninguna como ella para espetarle al novio que quiere darle achares con otra: “Quieta, Paloma, que estás condecorá”. No cambia mucho el tipo en El día de los enamorados (Fernando Palacios, 1959), sólo que el autobusero Leblanc queda emparejado con la manicura María Mahor y a la dependienta Velasco le toca esta vez en suerte el pusilánime Casal, con lo que el conflicto pierde fuerza.
Pedro Masó es guionista y jefe de producción de estas dos últimas películas, con las que Amor bajo cero (Ricardo Blasco, 1960) comparte estructura narrativa y parte del reparto. La pareja central es la formada por Tony Leblanc y Conchita Velasco, aunque en esta ocasión, debido a la diferencia de clases, no se emparejen hasta el final. Ella es Nuria Berenguer, campeona de esquí que acaba de ganar un trofeo en el campeonato de Cortina d’Ampezzo. Él es Ramón, un tunante con mucha labia, que trabaja como marinero en el yate de un tarambana argentino que quiere la casualidad —o los guionistas, tanto da— que sea el novio de Nuria. Ramón se hará pasar primero por patrón de yate y luego por un campeón de esquí noruego a fin de estar cerca de ella y conquistarla.
Repetirán en Julia y el celacanto (Antonio Momplet, 1959), comedia algo desangelada en torno al macguffin del raro pez titular, en la que lo que de verdad se dirime es el amor de la dinámica secretaria de la conservera (Velasco) por el hijo del director del Museo de historia Natural (Virgilio Teixeira) que pretende hacerse con la pieza, y el del reportero en busca del reportaje sensacional (Leblanc) por una despampanante estadounidense (Lill Larsson). Si Tony será en esta ocasión el símbolo de las interesadas relaciones hispano-estadounidenses que este mismo año culminarán con la visita del presidente Ike Eisenhower a Franco, Conchita se ha ido convirtiendo en la metáfora cabal de la pujante España del Plan de Estabilización Económica, dispuesta a engancharse al carro del capitalismo sin renunciar a sus esencias. De ella escribirá Diego Galán “que encarnaba una muchacha moderna pero honrada, simpática y no casquivana, redicha, pícara, con sentido común y respetuosa del orden, es decir, una perfecta novia”.
El arquetipo se hipertrofia hasta el absurdo en Festival en Benidorm (Rafael J. Salvia, 1960), nuevo publirreportaje turístico por cuenta del Festival de la Canción de marras, en el que la actriz se multiplica por tres. Encarna a tres chicas idénticas —la timorata Lía, la dicharachera María y la bebedora Estefanía— que concurran al certamen con idéntica canción que dicen haber compuesto los aspirantes a ganar sus respectivos corazones: el orquestal don Félix (Ángel Picazo), el guitarrista moderno Luis Vidal (Manolo Gómez Bur) y Martín Martínez (Arturo López), director de un combo jazzístico.
Es una muestra más de estas tramas de enredos amorosos y ascenso social que tendrán su envés en Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959). Los pícaros y estafadores de medio pelo encarnados por Leblanc y Antonio Ozores se redimen cuando entran a trabajar en la agencia turística en la que ya están empleadas sus novias, papeles que recaen en Conchita Velasco y Laura Valenzuela. Son así ejemplo palpable de las nuevas profesiones que van a proporcionar independencia económica y autonomía a la mujer española de finales de la década de los cincuenta... hasta que contraiga matrimonio.
Una mujer casada
Bueno, pues ha llegado el momento. Crimen para recién casados (Pedro L. Ramírez, 1959), Mi noche de bodas (Tulio Demicheli, 1961), Martes y trece (Pedro Lazaga, 1961) y Viaje de novios a la italiana / Viaggio di nozze all’italiana (Mario Amendola, 1966) se empeñan en mostrarla como una recién casada a la que le va a resultar imposible consumar el matrimonio en el transcurso del metraje, con los atribulados maridos cuyos papeles recaen en Fernando Fernán-Gómez, Rafael Alonso, José Luis López Vázquez y Tony Russel respectivamente. Híbrido de whodunit y comedia desarrollista, la primera; vodevil hispano-azteca, la segunda; road movie hispano-lusa la tercera; farsa de episodios ítalo-española, la última, brilla en los personajes de Conchita Velasco una picardía que hasta entonces apenas había estado esbozada.
La boda era a las doce (Julio Salvador, 1963) es otra cosa: una comedia cien por cien screwball sólo marrada por la falta de habilidad del realizador para sostener el ritmo necesario y porque Pepe Rubio carece de la flexibilidad para hacer al novio un tipo auténticamente deseable. Porque en esta ocasión la Velasco no es la novia, sino una modistilla que debe recuperar un vestido entregado por error y capaz con tal de conseguir su objetivo de conducirle a la locura y, a la postre, ahora sí, al altar.
Las quisicosas de la boda como meta de la mujer e idea repulsiva para el hombre serán el meollo del díptico de episodios El arte de casarse / El arte de no casarse (Jorge Feliu y José María Font, 1966). En ambas encabeza el reparto Conchita Velasco, pero si en la primera ella es, en efecto, protagonista absoluta, los sketches de la segunda están al servicio de Alfredo Landa, quedando reducida la intervención de la actriz a momentos puntuales.
La exasperación de este modelo tendrá lugar a principios de la siguiente década, no tanto en las comedias de parejas dirigidas Mariano Ozores —Matrimonios separados (1969), Después de los nueve meses (1969) o Venta por pisos (1972)— como en las sátiras sobre el ascenso social (del marido) —El vikingo (Pedro Lazaga, 1972)—, el machismo o, para entendernos, el heteropatriarcado —Mi mujer es muy decente, dentro de lo que cabe (Antonio Drove, 1975)—, el consumismo —Un lujo a su alcance (Ramón Fernández, 1975)—, el hartazgo de la rutina matrimonial y la infidelidad —El amor empieza a medianoche (Pedro Lazaga, 1974) o Esposa y amante (Angelino Fons, 1977)— o, simple y llanamente, el mismísimo matrimonio como institución —Las bodas de Blanca (Francisco Regueiro, 1975) o Cinco tenedores (Fernando Fernán-Gómez, 1980)—. Esta última comienza como esperpento gore, deriva en comedia de costumbres y culmina en moralidad medieval puesta al día. El honor español queda puesto en ridículo cuando el cocinero del restaurante San Huberto (William Sully) le corta la cabeza a su mujer de un tajo por haberlo coronado. Muerta la madre y huido el padre, el hijo postadolescente (Manuel de Benito) es acogido por Aurelio y Maruja (Saza y Velasco), sus padrinos y propietarios del restaurante. Las relaciones entre madrina y ahijado pasarán a mayores durante el viaje de Aurelio para buscar un nuevo cocinero y de resultas de la coyunda, Maruja quedará embarazada, algo que no había logrado con su marido durante quince años de matrimonio. Las peores sospechas de Aurelio se confirman tras una visita al médico. Sus amigos lo dejan de lado y él decide montar una cena por todo lo alto en el restaurante en la que celebrar con sus amigos su condición de cornudo. Después de haber escenificado la hipocresía y esterilidad de la burguesía, Cinco tenedores se lanza a una defensa explícita del amor como única fuerza motriz del mundo en una celebración interclasista que, sin embargo, no termina de poner en cuestión el statu quo.
Una chica yeyé (que tenga mucho ritmo y que cante en inglés)
La película que definió como arquetipo a Conchita Velasco en aquel primer tramo de su filmografía fue, sin duda, Trampa para Catalina (Pedro Lazaga, 1961). La cinta parte de una idea que se toma a chufla la revolución cubana y da libre curso a una serie de escenas que no tienen otro objeto que el proporcionar ocasiones de lucimiento a los cómicos y encadenar situaciones humorísticas sin tregua. La escena del cha-cha-chá paramaní, que la actriz confesó haber rodado bajo los efectos de una fiebre de caballo, dio pie a un encendidísimo encendido elogios de la revista Film Ideal:
Trampa para Catalina es Conchita Velasco. La película deja de ser simplemente una “buena comedia” para convertirse en un verdadero documental sobre esta actriz, sobre su forma de andar, de moverse, de reír, de cantar, en fin, de vivir. Trampa para Catalina es la primera y admirable muestra de los resultados a que conduciría una utilización racional de Conchita Velasco, cuyas grandes posibilidades continúan vergonzosamente inexplotadas. La escena en que Catalina, bebida, convierte la lección de geografía sobre Paramaná en un cha-cha-chá perfectamente demencial sintetiza muy bien las virtudes esenciales de esta película, tanto en lo que se refiere al trabajo de la intérprete como a la forma en que ésta ha sido rodada. [...] Se trata de uno de los más hermosos fragmentos de cine logrados por nuestra cinematografía en toda su existencia. [José Luis Guarner, en Film Ideal, núm. 140, 15 de marzo de 1964.]
Por desgracia, su papel en su siguiente película con Lazaga, Sabían demasiado (1961), es un mero trampolín para el despliegue de los recursos cómicos de Tony Leblanc.
También La verbena de la Paloma (José Luis Sáenz de Heredia, 1963) “tiene su momento Velasco-musical”. Una de las claves de esta adaptación de la inmortal zarzuela de Tomás Bretón y Ricardo de la Vega es el desplazamiento del protagonismo a la chulapona encarnada por Conchita Velasco, que no sólo interpretará la soleá “En Chiclana me crie”, que en la zarzuela cantaba una voz anónima, sino que se peleará por el amor de Julián (Vicente Parra) con Balbina (Silvia Solar), dejando la reyerta entre Julián y don Hilarión (Miguel Ligero) en un discreto segundo término. Pero la canción con la que la actriz quedará identificada de por vida es, claro, La chica yeyé —letra de Antonio Guijarro y música de Augusto Algueró—, el tema estelar de Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965). Si bien la película empalidece un poco al lado de su hermana mayor, Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), la rendición de La chica yeyé la convirtió en icono de una época, por mucho que la película se tomara a chufla la beatlemanía. Poco después, Conchita Velasco y Tony Leblanc protagonizarán la sátira sobre la música pop, el turismo y la paz y el amor universales en Una vez al año ser hippy no hace daño (Javier Aguirre, 1969).
Con Manolo Escobar
Sáenz de Heredia —primo de José Antonio Primo de Rivera y biógrafo cinematográfico del Generalísimo— tenía claro dónde residían los auténticos valores de España y sus mujeres y a ello se aplicará en el ciclo de películas en las que empareja a Conchita Velasco con Manolo Escobar. En ellas se escenifican una y otra vez las tensiones creadas en una sociedad tradicional por la presencia de la mujer en el mundo profesional.
En Pero... ¡en qué país vivimos! (José Luis Sáenz de Heredia, 1967) a un creativo publicitario se le ocurre una idea genial para promocionar conjuntamente el whisky y la manzanilla. Se trata de enfrentar a la cancionista yeyé Bárbara (Concha Velasco) y el cantante de copla Antonio Torres (Manolo Escobar) en un concurso denominado “¿Qué canta España?”. Se aprovecha así una rivalidad que polariza a la población española más allá de edades y grupos sociales. Por supuesto, el enfrentamiento tiene un carácter ideológico —cuando se pone en duda su patriotismo, Antonio Torres afirma que él ha votado sí en referéndum de la Ley Orgánica del Estado—, pero se presenta en términos maniqueos: modernidad-tradición, consumo-valores, liberación femenina-nacionalcatolicismo... La puesta en escena del concurso simula un cuadrilátero pugilístico, pero aquí ninguno de los dos contrincantes vence por KO, sino que la mujer se somete por voluntad propia al varón, aunque —esto sí, signo de los tiempos— las relaciones sexuales tienen lugar antes de pasar por la vicaría en vez de después. El carácter mudable de la mujer moderna queda en evidencia en el gag final, cuando Bárbara se presenta en casa de Antonio para que él le corte, según acordaron, la melena ye-yé. No hay necesidad de tal porque el símbolo de la modernidad no es más que una peluca. Claro que la melena rubia platino que luce debajo y que espanta aún más a su enamorado no es más que otra peluca, bajo la cual se encuentra la auténtica Balbina —Bárbara, a secas, sin apellido, era su nombre artístico— que a partir de ahora será la señora de Torres.
De las cinco producciones que interpretaron al alimón, sólo una fue dirigida por Mariano Ozores, uno de los directores con los que más trabajará Conchita Velasco en el cambio de década. En un lugar de la Manga (1970), no escapará del esquema básico. Ella es una secretaria en busca de ascenso y él un hombre íntegro que no está dispuesto a vender a una inmobiliaria su minúsculo trocito de la Manga del Mar Menor. El cambio al timón se nota en la deriva hacia la comedia cómica e, incluso, la revista musical que Ozores imprime a la cinta.
Me debes un muerto (José Luis Sáenz de Heredia, 1971), el cuarto y último título en los que Sáenz de Heredia dirige a la pareja sigue ateniéndose a la fórmula ya probada —copla contra ye-yé, la España tradicional contra la España desarrollista—, pero lo hace desde un punto de vista autoparódico que, en lugar de abrir nuevos caminos al filón, lo aboca a su disolución. Como en Strangers on a Train (Extraños en un tren, Alfred Hitchcock, 1951), el argumento presenta el doble pacto de asesinato establecido entre Irma (Velasco), una vidente embaucadora a la que su ayudante griego (Agustín González) amenaza con denunciar a la prensa, y Manolo (Escobar), copropietario de un tablao. Éste, como buen andaluz, cree en los mengues y no está dispuesto a llevar a cabo el plan, pero Irma cumple con su parte —al menos aparentemente— y le requiere para que haga lo propio. La persecución final en el túnel del terror del madrileño Parque de Atracciones pone las cosas en su sitio, preludio cómico-terrorífico a un final onírico-musical en el que la joven ambiciosa y ducha en tecnología se entrega, sin más explicaciones ni coherencia dramática, al macho cuya única virtud es su incapacidad para asesinar a un semejante.
De Conchita a Concha
La ruptura sentimental con Sáenz de Heredia y la implicación de la actriz en la lucha de los actores por la jornada de descanso semanal en el teatro llevarán aparejado un cambio de registro. Aunque ya ha participado en algunos dramas con anterioridad, Tormento, la adaptación de la novela de Benito Pérez Galdós, le valió múltiples reconocimientos. No era para menos. Su recital de insidias, codicia, bajeza moral e inquina, la emparejan con las grandes malvadas que el cine ha dado. Su salmodia final al darse cuenta de que ha perdido la partida contra la juventud de Ana Belén —“¡Puta, puta, puta, puta...!”— sigue siendo uno de los momentos memorables de la historia del cine español. Suyo es también el dramático plano final de El love feroz o Cuando los hijos juegan al amor (José Luis García Sánchez, 1975), sátira intergeneracional con un gran reparto coral y alguna simplificación que hay que entender como consecuencia de su tiempo.
Tormento arrasó con todo —recordaba Olea—. Fue un éxito tan grande que al acabar la película [José] Frade me dijo: “Vamos a hacer una película cada año”. Así de claro: “¿cuál quieres hacer la siguiente”. “Después de ver a Concha en Tormento, te voy a pedir dos cosas: una película que sea protagonista absoluta Concha Velasco; otra, que el guión sea de [Rafael] Azcona. Una historia que tengo yo, que quiero hacerla con Rafael y donde ella se luciera; que cantara, que bailara, que amara, que sufriera, que le pasara de todo”. [Bernardo Sánchez y Chechu León (eds.): Pedro Olea, Azcona y un lobo. Arnedo: Ediciones Aborigen 2017, pág. 14.]
El proceso se consuma, mientras el franquismo da las últimas boqueadas, en otra película de Olea, Pim, pam, pum... ¡fuego! (1975), ahora con guión de Azcona. Ambientada en la inmediata posguerra, hay quien ha querido leer la película en clave metafórica: la vicetiple encarnada por Conchita Velasco sería la España republicana a la que el capital amasado gracias al estraperlo por vencedores y arribistas (Fernán-Gómez) violan y asesinan, y perdón por el spoiler. Si analizamos la película desde el punto de vista estelar, una actriz en plena sazón —tiene entonces treinta y seis años— revisita sus primeros pasos en el mundo de la revista al tiempo que ofrece un auténtico recital e incluye algunos guiños a su propio pasado: el truco de subirse la falda para la prueba se lo enseñó Tony Leblanc cuando se la recomendó a Luis Escobar para sustituir a Nati Mistral en Ven y ven al Eslava y la revista que interpretan es Yola, que Sáenz de Heredia había escrito para Celia Gámez.
El estraperlista la llama puta más de una vez, no por haber aceptado el piso que él le ha proporcionado, sino por haberse acostado con un miembro del maquis al que esconde en Madrid. “Izas, rabizas y colipoterras”, que decía Camilo José Cela. La faceta más desgarrada de Conchita Velasco como actriz tiene lugar en el seno del subciclo en el que ejerce la prostitución: Préstame quince días (Fernando Merino, 1971), Las señoritas de mala compañía (José Antonio Nieves Conde, 1973) y Yo soy Fulana de Tal (Pedro Lazaga, 1975). De esta última, adaptación de una novela de Álvaro de Laiglesia, decíamos en Zoom a Lazaga:
... prescinde de los primeros capítulos de la novela, relacionados con la infancia de Mapi, y tergiversa y resume otros, mostrando en rápida sucesión las variopintas ocupaciones de la adolescente: monaguillo travestido, chica para todo en un establecimiento de ultramarinos, el noviazgo con Afrodisio (Paco Algora), al que le ha tocado el servicio militar en África... En su ausencia y durante las fiestas, Mapi se emborracha y, en un pajar, pierde la virginidad: “En este país todo el mundo da mucha importancia a los precintos de garantía... hasta tu propia madre”. Así que la chica se traslada a Madrid y entra a servir en una casa, donde es seducida por don Rodolfo (Fernando Fernán-Gómez), el preceptor de los niños. Rodolfo le enseña a leer y la lleva a ver el mar, pero cuando descubre su embarazo también la deja tirada. Mapi encuentra su “60/20” —sesenta años, veinte millones— en Marcelo (Antonio Ferrandis), un pintor que le pide que pose para él como Eva. Como dijimos en otra parte: “La escena se convierte en un canto al voyeurismo, porque es imposible abstraerse de que quien se desnuda es Conchita Velasco, la chica de la Cruz Roja, la chica yeyé, aquella chulilla pizpireta que siempre conseguía esquivar los avances de Tony Leblanc. Mirada compartida, por otro lado, por el casi millón de espectadores que pasan por taquilla y a los que Lazaga retrata, no sin sarcasmo, en la escena prólogo de la película, donde Mapi y Nati son asaeteadas por las miradas de los rijosos clientes del bar de alterne”.
Ya anunciábamos al principio de estos apuntes que Libertad provisional supuso la metamorfosis de Conchita en Concha. Por lo tanto, hemos llegado al final de nuestro recorrido con otra mujer abocada a una prostitución de perfil bajo. Alicia (Velasco) vende enciclopedias a domicilio, pero la realidad es que se gana el sueldo vendiéndose a sí misma. De ese modo gana lo suficiente para vivir sin depender de nadie y pagarle a su hijo una educación en un colegio privado. Un buen día entra en un piso de lujo y toma por el dueño a Manolo (Patxi Andión), un delincuente que ha entrado en la casa a desvalijarla. Él termina en la cárcel, denunciado por un compañero, pero cuando sale empiezan a convivir. Manolo pretende prosperar y arreglar el piso de ella, por lo que empieza a trabajar en la venta de enciclopedias por zonas rurales de los alrededores de Barcelona... Pero el empapelado, el enmoquetado y demás zarandajas, suponen también una injerencia en la independencia de Alicia. El ascenso social supone el acatamiento de unas normas burguesas que ella no parece dispuesta a aceptar sin una dura negociación y el propio Manolo pagará un alto precio por acceder al nuevo estatus. Apoyada en una interpretación muy sobria de la Velasco y con el inconveniente de un Andión que sólo convence físicamente, nunca como actor, Libertad provisional puede considerarse como una declinación en clave lumpen del cambio en las relaciones personales en la nueva sociedad capitalista —hoy diríamos neolibreal— ya esbozado en clave coral por Bodegas en Los nuevos españoles (1974).
Nuestro adiós a la actriz culmina cuando ella se despide de Conchita, aquella “muchachita de Valladolid” que encarnó, por pasiva o por activa y con una frescura y un entusiasmo a prueba de bombas, buena parte de las tensiones sociales engendradas por el franquismo en su pugna por incorporarse al carro del boom económico occidental sin renunciar a sus esencias nacionalcatólicas.
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