Los símbolos zoológicos se acumulan en el guión de Hermógenes Sáinz y José María Forqué para No es nada, mamá, sólo un juego (1974): conejos atrapados en cepos, perros de presa, gallos de pelea, una iguana, un caballo... Y eso si atendemos únicamente a los animales. También hay un bonsái que Juan (David Hemmings) cuida con esmero para que crezca lo justo sin llegar a morir. La secuencia de precréditos pone en evidencia el carácter traumático que el sexo arrastra desde la infancia para él. Persigue a Lucía (Nuria Gimeno), vestida de conejita, hasta que ella cae en un cepo. Entonces, azuza a los perros para que la devoren. Desaparecido el objeto de deseo lo suplirá por Lola (Andrea Rau), a la que, con la aquiescencia de su madre (Alida Valli) mantiene esclavizada y sometida a un régimen de hambre y dominación hasta que, doblegada su voluntad, se somete completamente a sus caprichos. Por otra parte, el tío del joven (Paco Rabal) mantiene con su cuñada y su sobrino una relación de poder basada en su riqueza y en la escasa productividad de la fábrica que dirige Juan. Un giro inesperado, alterará las relaciones de poder en la casa.
Forqué aprovecha la lujuriante vegetación de Venezuela para ambientar esta historia de podredumbre moral. Regresará a este país poco después para rodar con Laura Gemser otra historia de sensualidad exacerbada La mujer de la tierra caliente / La donna della calda terra (1978). Es una historia que había escrito con Hermógenes Sáinz a la vuelta de su primer viaje a Venezuela y que entonces se titulaba sencillamente El encuentro. Pero la cartelera española ha dado un vuelco total en 1976 y a Senta Berger —la actriz prevista— la ha sustituido Laura Gemser, cuya celebridad internacional descansa en el personaje de Emanuelle negra: en cuatro años ha rodado nueve películas del ciclo —al menos, según los títulos españoles que utilizan la franquicia venga a cuento o no— firmados muchos de ellos por Joe d’Amato.
Los protagonistas de La mujer de la tierra caliente son “el hombre” (Stuart Whitman) y “la mujer” (Gemser), así de genéricos. Se encuentran en el limbo de un remolque de caballos, conducido por los rijosos Arquímedes y Goyo (Antonio Gamero y Paco Algora), así de concretos. En esa suerte de limbo, el hombre y la mujer comparten sus respectivas historias. La mujer le cuenta cómo, huyendo de un matrimonio concertado con el capataz de la hacienda en la que siempre ha vivido, llegó a la ciudad y pasó de mano en mano, sufriendo abusos, abandonos y robos. El hombre relata la desafección de su mujer (Pilar Velázquez), que no soporta la vida en la selva y terminará devorada por ella, en una secuencia de una torpeza técnica indigna de Forqué e imputable a los problemas que surgieron del rodaje cuando se esfumó el coproductor local y hubo que trasladar la producción a Colombia. Además, los personajes sainetescos de los camioneros y los sumidos en tormentos existenciales nunca terminan de encajar y la necesidad de “contarse” de estos últimos resulta demasiado forzada: los flashbacks alternos favorecen una estructura tan artificiosa como incómoda, por impuesta desde fuera, para el espectador. Por último, el giro final puede sorprender al espectador, pero se trata de un arabesco sin sentido alguno y, por tanto, insatisfactorio. Queda entonces un guiño buñuelesco en el personaje de Orestes (Enrique Alzugaray) y la belleza, siempre un poco fría, de Laura Gemser.
Si en 1974 habían pasado por taquilla 1.268.176 espectadores para ver No es nada, mamá, sólo un juego, cuatro años después sólo 410.507 acuden a ver La mujer de la tierra caliente, acaso porque tampoco obtuviera la recién creada clasificación “S”, que podría haber servido de reclamo para ciertos espectadores. Este descalabro suponer el fin de la vocación latinoamericana de Forqué.
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