domingo, 2 de julio de 2023

la buena caligrafía de josé maría forqué (13)

Antes de asentar su alianza literaria con Hermógenes Sáinz y después de haber escrito guiones junto a Alfonso Sastre, Jaime de Armiñán o al comediógrafo de éxito Juan Alonso Millán, Forqué recaba durante un breve pero intenso periodo, a principios de la década de los setenta, la colaboración de Rafael Azcona. Juntos escriben cuatro guiones en los que el guionista riojano se pliega a los intereses del director, como, por otro lado, ha hecho con Carlos Saura a lo largo de la década anterior y hará en breve junto a Pedro Olea. Sin embargo, la época más prestigiosa de Forqué quedó atrás hace tiempo y su interés en esta etapa por denunciar la hipocresía del patriarcado y las armas que la mujer posee para ponerlo en evidencia no termina de casar con los precisos puntos de vista de Azcona. Es así que este bloque de su obra queda siempre como una nota a pie de página o enterrada en un epígrafe de colaboraciones misceláneas, trabajos alimenticios, que poco o nada aportan al prestigio del guionista.

Y, sin embargo, El monumento (1970), primer fruto de la colaboración entre Azcona y Forqué cuenta con varios puntos de interés en las filmografías de ambos. El argumento es del polifacético Jaime Picas: una sátira sobre la vida provinciana que funciona como sinécdoque de todo el país. Así, reaparece la figura del cacique, un viejo marqués propietario de todos los locales de la ciudad donde ejercen sus actividades profesionales “las fuerzas vivas”. Aprovechándose de esta circunstancia, el marqués se hace servir a la propietaria de La Flor y Nata, la pastelería local, en una interpretación más o menos contemporánea del derecho de pernada. El marido de la pastelera, a la que todos conocen en la ciudad por “el monumento”, es un cabrón consentido que mira para otro lado con tal de sacar tajada de la situación. El guión avanza con precisión mientras el marqués elige a la pastelera para que le sirva de guía y nos va mostrando una sociedad tradicional fundada sobre principios profundamente machistas. Es en ésta descripción de los mecanismos económicos y sociales que rigen la sociedad donde Azcona aporta lo mejor de sí mismo. La toma de conciencia por parte de María de que ha sido un objeto en manos de las fuerzas vivas y el fallecimiento del marqués en pleno éxtasis escopofílico —espía a la pastelera a través del espejo mientras se cambia— llevan la situación a un punto en el que la pastelera y su marido ya no son útiles al grupo y, al tiempo, suponen una lacra para el buen nombre de la ciudad. Ante la inhibición del marido, la mujer decidirá tomar la iniciativa y vengarse de toda la ciudad.

Forqué potencia todas estas relaciones mediante una puesta en escena en la que los personajes quedan empequeñecidos por la arquitectura y pone en evidencia la naturaleza del deseo masculino —al tiempo que sortea la censura— mediante la exposición a la mirada ávida del fotógrafo de fragmentos fetichizados de la anatomía de Analía Gadé. El más singular de todos ellos es aquel que coincide con el punto de vista del espectador —el fotógrafo está tras la cámara y accede a la visión completa del cuerpo de la modelo— y en el que el pubis queda oculto por una fotografía del fotógrafo con su mujer y sus cuatro hijos.

Cifrábamos en La vil seducción (1969) el encuentro Forqué con la actriz y una epifanía que, de hecho, supone un giro en su filmografía mediante el que la mujer adquirirá cada vez un rol más activo.

Diez años después de realizar El monumento, Forqué decide retomar la historia para convertirla en una comedia burlesca, fuera de época por su erotismo carpetovetónico de calzoncillo y sujetador. En ¡Qué verde era mi duque! (1979), oportunista coproducción con México de Lotus Films, el aristócrata titular está interpretado por José Luis López Vázquez y los pasteleros se convierten en sastres. la mexicana Susana Dosamantes es la mujer estupenda y Paco Cecilio, su marido, ahora decididamente homosexual. La aristócrata es Florinda Chico y no ha fallecido, de modo que la trama del monumento en su honor desaparece y el chantaje al resto de los hombres que han intervenido en la infamante intriga deviene una torpe escena de vodevil. El nombre de Rafael Azcona desparece totalmente de los títulos de crédito, así que hemos de pensar que las aptitudes críticas de la primera versión fueron debidas a su musa y no a la de Forqué.

Aparte de su profesionalidad y de su continuada colaboración con Forqué en estos años, poco encontramos de Azcona en El ojo del huracán / La volpe dalla coda di velluto (1971), un alambicado thriller con apuntes de giallo del que ya hablamos en otra ocasión:

 El título italiano de esta coproducción da más pistas que el español sobre la naturaleza de esta película, que se inscribe en el filón del giallo. Ambiente sofisticado, erotismo arty, personajes turbios y relaciones morbosas que, poco a poco, van tejiendo una terrorífica intriga en torno al personaje femenino son ingredientes que lo mismo se integran en una película de género que en una firmada por Claude Chabrol o de Brunello Rondi. De modo que nos encontramos ante un producto perfectamente homologable en cuya versión internacional abundan los desnudos de la protagonista convenientemente amputados para el estreno en España.

Lo que diferencia a La cera virgen (1970) de otras películas dirigidas y producidas por Forqué en esta etapa es la presencia de Carmen Sevilla al frente del reparto. En un periodo de su filmografía dominado por Analía Gadé, el protagonismo de la cantante confiere al proyecto un perfil musical que, a decir del propio director, permitió que las ensoñaciones eróticas de don Florencio Grijalba (José Luis López Vázquez) pasaran el filtro censor. El tal Grijalba, cacique en un poblachón manchego, vive obsesionado con el día en que trajeron desmayada a su casa la pobre María (Carmen Sevilla), desvanecida durante una procesión de Semana Santa. Hombre fuertemente reprimido, ha empleado a las tres hermanas de la chica (Maribel Martín, Eva Sanders y Eva León) en sus empresas y en el servicio doméstico de su propia casa. Pero ninguna es capaz de sustituir al objeto de su deseo, una María que se ha visto obligada a abandonar el pueblo y a ponerse a trabajar en un bar de alterne madrileño con el sobrenombre de Wanda. El despido de las otras tres hermanas hace concebir a María un plan para vengarse. Pondrán un club en el propio pueblo y así demostrarán la hipocresía de sus habitantes. Sin embargo, las cosas no funcionan como esperaban. Será el propio don Florencio quien las ponga sobre la pista del verdadero negocio: una cerería. Con esta tapadera religiosa los hombres del pueblo no tienen problema en acercarse al local y disfrutar de la compañía de las chicas que, eso sí, son castísimas y sólo piensan en casarse. Cuando don Florencio le confiese a María la índole de su obsesión, el hecho de que sólo pueda poseerla estando dormida, ella encontrará por fin el modo de poner en evidencia la hipocresía del cacique ante su familia y ante todo el pueblo. Retoma así la idea nuclear y la resolución de El monumento, cinta concebida también con Azcona dos años antes. Sin embargo, falta aquí la coherencia dramática de aquélla. El guión —cosa rara en Azcona— resulta derivativo hasta encontrar su centro de gravedad y los números musicales compuestos por Adolfo Waitzman y coreografiados por Sandra Le Brocq terminan resultando un lastre estilístico de difícil encaje en un conjunto en el que el erotismo rural —simbólicos melones y desplumado de gallinas— tiene, al menos, cierta gracia.

La obsesión por las parafilias fue probablemente el motivo por el que los censores dejaran pasar, en cambio, la escena más subversiva del conjunto, la del paso de Semana Santa con una Carmen Sevilla desmayada y vestida de doncella en el puesto de la Virgen, dos bailarines negros con grandes cirios, unos costaleros ataviados de cuero negro y chicas en top y liguero con látigos de nueve colas a modo de penitentes.

La fotografía de Manuel Berenguer, con predominio de grandes angulares deformantes, subraya el cariz grotesco de la historia, que es una adaptación libre, aunque inconfesa, de Las siete Cucas, una novela de Eugenio Noel que adaptó con mayor fidelidad Felipe Cazals en México en 1981. Forqué conserva la localización en la Mancha, pero debido a las presiones censoriales y a la presencia de Carmen Sevilla al frente del reparto, decide darle forma de musical lazaroviano.

En Tarots / Angela (1973), su postrera colaboración con Azcona, Forqué se embarca en un relato sobre las relaciones de poder con hechuras de thriller erótico. En los cuatro vértices del juego se sitúan un millonario ciego (Fernando Rey) con una residencia fastuosa en la Costa del Sol, su ama de llaves y despechada ex-amante (Gloria Grahame), el ambicioso chico para todo y alcahuete del millonario (Christian Hay) y una muchacha amoral aficionada al tarot (Sue Lyon) que ejerce ocasionalmente la prostitución. Rodada en coproducción con Francia, acaso la deslocalización sea el perjuicio más grave para una cinta cuya intriga pudo interesar al público contemporáneo, pero cuya artificiosidad resulta hoy difícil de digerir. Ya lo preveía el realizador en el momento de su realización:

Es una película cruel y despiadada, una película en la que esta circunstancia pasa a segundo lugar, pero desconfío de la capacidad de lectura incluso en lo que respecta a la crítica. Esta preocupación de ser entendido es una de mis últimas obsesiones. [Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Valencia: Fernando Torres, 1974, pág. 175.]

El resultado es que, a pesar del reparto internacional, sólo medio millón de espectadores pasan por taquilla, cuando la media de este periodo para Forqué está en torno al millón y pico. Dentro de este ciclo de colaboraciones entre el guionista logroñés y el director zaragozano, El monumento y La cera virgen son las que mejor funcionan en taquilla, con casi un millón y medio de entradas por título. De todas formas, parte del presupuesto de Tarots estaría cubierto por Comptoir Française du Film, la productora gala, que lanza la película en Francia en noviembre de 1973, con una limitación de edad a mayores de dieciséis años.

Ante el fin de su etapa Acona, Forqué encuentra el recambio en Hermógenes Sáinz, con el que colaborará tanto en sus proyectos cinematográficos y televisivos prácticamente hasta el fin de su carrera: “Ha hecho versiones de clásicos, radio y televisión. Tiene talento creador, un gran instinto dramático y sus estructuras argumentales están muy bien construidas”, opinaba Forqué. [Florentino Soria: José María Forqué. Murcia: Editora Regional de Murcia, 1990, pág. 148.]

Aunque sus películas conjuntas a partir de la primera colaboración, No es nada, mamá, sólo un juego (1974), vayan por otros derroteros, la crítica de costumbres, se prolonga aún en dos de las primeras películas que escriben juntos. De Una pareja… distinta (1974) ya hablamos en su momento. En Vuelve, querida Nati (1976) Forqué y Hermógenes Sáinz toman como base el relato de Guy de Maupassant “La casa de madame Tellier”, que Max Ophuls había utilizado como cuerpo central del tríptico Le plaisir (1952). La anécdota es idéntica: un grupo de prostitutas se dan vacaciones por unos días para viajar al pueblo de la madame donde su sobrina va a hacer la primera comunión. El contraste entre la sofisticación de la mujer y sus pupilas y los rústicos campesinos, las diferentes morales por las que se rigen sus respectivas vidas, sirven de espoleta a la crítica de costumbres. Éste es el punto en el que más inciden Forqué y Sáinz: la hipocresía de los del pueblo les lleva a negar la evidencia, el origen de la fortuna de la que todos pretenden sacar partido. Otro asunto bastante menos grato es el perfil de comedia erótica —sexy, se decía por entonces— propiciado por la belleza de las tres pupilas encarnadas por Emma Cohen, María Salerno y Haydee Balza. Los personajes interpretados por Juanjo Menéndez y Tomás Zori sirven exclusivamente a este fin y ponen la nota más baja a una cinta cuyas intenciones están por encima de los resultados.

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