Niebla y sol (1951) surge de un texto teatral de a obra de Horacio Ruiz de la Fuente, titulado El infierno frío, y de la posibilidad de rodar con los internacionales Antonio y Rosario. Como ya vimos al repasar la filmografía de Pedro Lazaga, en los títulos de crédito figura como director únicamente Forqué, pero en de Vals, más experimentado, actúa como productor ejecutivo, coescribe el guión con él y colabora en la planificación de los dos ballets que constituyen el corazón de la película.
De María Morena (1951), directamente codirigida con Lazaga, recordaba Forqué:
La película era mala pero tuvo cierto éxito popular. A nosotros nos sirvió para seguir aprendiendo y nos permitió pagar la mala pensión en que vivíamos. Regresamos a Madrid donde pensamos que habría mayores oportunidades. Nos ofrecieron, a Lazaga y a mí, rehacer una película que ya estaba hecha, pero como sería de siniestra que, ni siquiera con la necesidad imperiosa de vivir que teníamos, nos decidimos a hacerla. [Florentino Soria: José María Forqué. Murcia: Filmoteca Regional de Murcia, 1990, pág. 30.]
Poco después se anuncia que Forqué va a dirigir Viento del Norte con la italiana Silvana Mangano y el portugués Antonio Vilar como protagonistas. [Julio Trenas: “Crónica de Madrid”, en Pueblo, 17 de julio de 1953, pág, 15.] Sin embargo, la adaptación de la novela de Elena Quiroga —Premio Nadal en 1951— termina en manos de Antonio Momplet, con Maria Piazzai y Enrique Diosdado en los papeles principales.
Tras sus dos primeras películas con la Ariel de Miguel Herrero y ligado al incansable Lazaga, Forqué entra en la órbita de Estela Films. Al frente de esta sociedad, con el cargo de director general, estuvo en primera instancia José Benet Morell, secretario del financiero Félix Millet Maristany y líder en la clandestinidad del Frente Universitario de Cataluña. Millet obtuvo un saneado capital durante la II Guerra Mundial gracias a sus empresas aseguradoras. Desde 1945 presidía la junta de accionistas del Banco Popular, íntimamente ligado al Opus Dei. Riambau y Torreiro conjeturan que la productora pudiera estar inspirada en otras iniciativas de este mismo tipo desarrolladas en Italia por el catolicismo más conservador en una época en que se ven como una amenaza los resultados electorales del PCI. [Esteve Riambau y Casimiro Torreiro: Productores en el cine español: Estado, dependencia y mercado. Madrid: Catedra / Filmoteca Española, 2008. pág. 282.] Los contenciosos con Disney al intentar estrenar su versión de animación de La cenicienta, Érase una vez... (Alexandre Cirici Pellicer y José Escobar, 1950), deciden a Millet a cederle la gestión productora a su cuñado, Jorge Tusell. También hay un relevo en lo que se refiere a la escritura. Las dos siguientes películas de Forqué están coescritas con Noel Clarasó, uno de los estajanovistas del humor que se incorpora en la primera etapa de Álvaro de Laiglesia a la nómina de colaboradores de La Codorniz.
La primera de ellas, El diablo toca la flauta (1953), tiene ese toque de comedia fantástico-moralista que tanto se prodigó en aquellos años —véase Faustina (José Luis Sáenz de Heredia, 1957)—, aunque la influencia más notable sea la de las cintas de episodios encadenados de Julien Duvivier, de Carnet de bal (Carnet de baile, 1937) a Flesh and Fantasy (Al margen de la vida, 1943) o la producción Ealing Dead of Night (Al morir la noche, Alberto Cavalcanti et al., 1945). La película desarrolla cuatro historias en las que el diablejo de tercera clase del Negociado de Tentaciones, encarnado por José Luis Ozores, mete la pezuña. En la primera, el “pintor genial” Bernaldino (Luis Prendes) decide cavar la tierra de la villa de Solimar para plantar un cuarto ciprés sin cuya presencia la composición del lienzo cojea. De este modo descubre, enterrada, la figurilla de un diablo que toca la flauta cuyo artífice fue el mismísimo Belcebú. Como en El diablo en la botella, de Robert Louis Stevenson, su propietario podrá conseguir cuanto se le antoje. La ambición del Gran Momo (Félix Dafauce) es conocer su porvenir y cómo y dónde sucederá su muerte. Momo renuncia a su invento y arroja la figurilla al pozo. La historia de cómo salió de allí tiene que ver con un matrimonio alojado en la villa. Ella (Carmen Vázquez Vigo, la mujer de Forqué) y él (Antonio Garisa) se llevan a matar... pero no pueden vivir el uno sin el otro. Episodio, por tanto, encuadrable en la guerra de sexos. Lucifer (Luis Orduña) decide conceder una última oportunidad al Mefistófeles flautista. Su objetivo es la vanidad de Pablo (Ricardo Acero), el hijo del jardinero de la villa (José María Prada). Nada más fácil que hacer que rescate a una mujer de morir ahogada y la apócrifa Asociación Filantrópica Internacional —la censura no acepta que se trate de un organismo oficial— le conceda una medalla al heroísmo. En realidad, se trata de una ocasión para hacer negocios a costa de unos terrenos de don Cosme (Manolo Morán) y para que el secretario (Antonio Ozores) rebañe comisiones de cuanto encargo pasa por sus manos. Lo mejor, la complicidad de Gila y Peliche Ozores —amiguísimos en la vida civil— en la escena del averno, donde las recomendaciones están tan a la orden del día como en el mundo común. Los figurines son obra de José Luis López Vázquez, que fue cocinero antes —y al mismo tiempo— que fraile.
Un día perdido (1954) y La becerrada (1962) son casi películas gemelas. Sainetes protagonizados por monjitas, las primeras en busca de los padres de un niño abandonado y las otras en busca de toros para una corrida benéfica. A pesar de algunas veleidades melodramáticas, la cinta cuenta con uno de esos repartos irreprochables: Pepe Isbert, Lina Canalejas, Irene Caba Alba, Félix Fernández, Antonio Ozores y la señora de Forqué, escritora infantil y tremenda actriz de comedia a juzgar por su rendimiento en esta cinta, Carmen Vázquez Vigo.
“En mí estaba flotando la idea de los elementos corales de carácter popular que también, y con tanto acierto, habían cultivado en el cine italiano”. Italiana es, en efecto, la referencia principal de la película, una idea original de Forqué que sigue las peripecias de tres religiosas de paso por Madrid camino de las misiones, con un bebé al que no quieren dejar en la inclusa, y que da lugar a una sucesión de viñetas entre el sainete y el ternurismo. La cinta se decanta por los diálogos costumbristas de los mozos de estación y los taxistas, ejemplificados en la larga escena del accidente entre los taxis de Antonio Garisa y José Isbert, probablemente la más alambicada y más decididamente humorística de la cinta, en la que también intervienen Carmen Vázquez Vigo y Antonio Ozores como pareja de recién casados. Episodios que nos conducen hacia el final inevitable: las monjitas no solo encuentran a la madre del bebé, sino también al padre. [Aguilar y Cabrerizo: La Codorniz, de la revista al cine (y viceversa). Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2019, pág. 511.]
La colaboración con el humorista continuará a lo largo de la década, aunque algunas películas no se logren. Tal es el caso de El rey, que Clarasó y Forqué escriben durante el verano de 1956. Atareados en ello les sorprende un intrépido interviuvador apodado “El Camarero Audaz”:
—¿Le gusta el cine?
—Mucho, porque está oscuro.
—Me refiero a las películas, no a los locales.
—Eso es lo malo de los cines: que proyecten películas.
—Pero usted bien hace sus guiones —le digo.
—Escribir es mi oficio.
—Bien. ¿Ya terminó el guión ese del que estaban hablando el señor Forqué y usted?
—Sí —interviene el director de cine—. Se llama El rey y a todos nos parece estupendo.
—¿Cómo se sabe si un guión en bueno, señor Clarasó?
—Todos son buenos si el tema se puede decir, interesando desde el principio al fin, en ocho palabras —responde éste,
—Cuénteme El rey, a ver al logra interesarme — le indico.
—Prefiero que vaya a ver la película cuando se estrene. Así podrá juzgarla mejor —evade mi observación.
—¿Piensa mucho para escribir un guión?
—Yo no pienso para escribir nada. Lo hago directamente a la máquina, sin pensar, hasta el más insignificante artículo que mando a los periódicos —y sonriendo—: Es de la única manera de comprender por qué escribo tanto. Si lo pensara, estaría aún en la primera cuartilla.
—¿Es bueno o malo el cine español? Contésteme seriamente.
—El cine español no es malo. Particularmente, yo le encuentro sólo un detecto: que carece de mujeres estupendas.
—Le han llevado ya muchos guiones a la pantalla?
—Cuatro o cinco. Ahora se estrenará, a principio de temporada, Viaje de novios, escrita en colaboración con José Luis Dibildos.
—¿Qué le produce más el cine, los libros, o los artículos periodísticos?
—Una herencia de un tío mío que se fue a América hace años —responde de “guasa”—. Aunque todavía la espero.
Le río la gracia porque a los humoristas les gusta mucho esto. [El Camarero Audaz: “Esta mesa está ocupada por... Noel Clarasó”, en La Prensa, 15 de septiembre de 1956, pág. 5.]
Aunque ya está fuera de la etapa de primeros tanteos que constituye el argumento de estas líneas, comparece aquí La becerrada por su similitud en el esquema de las monjitas lanzadas al proceloso mundo del siglo con Un día perdido. Antes que por las corridas de toros, la película se interesa por la trastienda del negocio. Coescrita por Forqué con Jaime de Armiñán, éste es el germen de la futura serie Juncal (TV, Jaime de Armiñán, 1989). También una película itinerante, lo que sumado al personaje principal (Fernando Fernán-Gómez) establece una filiación directa con la picaresca, género literario por el que el acto sentía, como es bien sabido, devoción.
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