domingo, 25 de febrero de 2024

vizcaíno casas y gil en un país (de cine) antes llamado españa

El "tejerazo" también tuvo su caldo de cultivo literario y cinematográfico. Fernando Vizcaíno Casas y Rafael Gil facturaron al alimón media docena de películas en plena Transición en las que el éxito de taquilla refrendaba que el pasado podía estar enterrado y bien enterrado, pero que la nostalgia y el humor podían ser armas al servicio de una ideología. 

El abogado Fernando Vizcaíno Casas había ejercido como periodista y escritor antes de dar a la imprenta en 1976 el libro de relatos Niñas... al salón y la novela De camisa vieja a chaqueta nueva (crónica de una evolución ideológica). El año siguiente, la editorial bilbaína Alvia publica La boda del señor cura. En 1978 regresa a Planeta con la fábula de política-ficción ... y al tercer año resucitó, que se vende por cientos de miles. Es entonces cuando un Rafael Gil achacoso y un tanto desnortado en lo profesional decide adaptar La boda del señor cura. Le ha precedido en el filón vizcaínocasero Vicente Escrivá al realizar la versión cinematográfica de Niñas... al salón (1977), suerte de crónica sentimental de los prostíbulos de la posguerra.

Al contrario que las otras cuatro sátiras que Gil va a realizar en colaboración con el escritor valenciano —casi siempre firma también como coautor de los guiones—, La boda del señor cura  (1979) resulta de una solemnidad abrumadora. Apenas hay apuntes de comedia en las aventuras eróticas y estudiantiles de los alumnos de un colegio de jesuitas que admiran la integridad moral del hermano Camí (José Sancho). Joseantoniano, adalid de la cultura física promovida por el Frente de Juventudes, como reza el subtítulo de De camisa vieja a chaqueta nueva, La boda del señor cura se pretende “crónica de una evolución ideológica”, aunque esta evolución sea tan brusca como caricaturesca, lo cual desactiva su carácter evolutivo para convertirlo en una especie de capricho en el que el mundo y la carne —dos de los grandes enemigos del alma— juegan un papel fundamental. Ante la intransigencia dogmática del nuevo rector, el ya ordenado padre Camí renuncia a la orden y es trasladado como párroco a un par de pueblos del norte donde entra en contacto con anarquistas y comunistas. Esto le permite a Gil autocitarse: la escena de la taberna del pueblo en la que se gana el respeto de sus rivales ideológicos esta traída de La guerra de Dios (1953). La decisión de encerrarse con los mineros en huelga le lleva a la cárcel, donde es captado por los comunistas. Tras su paso por la fábrica, donde es desvirgado por una anarquista bisexual (María Luisa San José), recibe la orden del Partido de volver al púlpito para hacer desde allí prosélito del marxismo. Su relación con una muchacha del pueblo (Blanca Estrada) termina en escándalo mayúsculo y con la definitiva renuncia al hábito. Su trayectoria es un aguafuerte de la de tantos curas obreros, curas que han colgado los hábitos, ex-curas casados, cuyo arquetipo ideológico es el padre Llanos, aunque el título de la novela tenga el atractivo de la reciente boda de la duquesa de Alba con el ex-sacerdote Jesús Aguirre.

Han pasado veinticinco años desde que los ex-alumnos del padre Camí abandonaron el colegio. Todos ellos se han establecido como profesionales o empresarios, algunos se han separado. La organización de las bodas de plata de la promoción propiciará el reencuentro y la asistencia de los solteros y separados a un local de strip-tease en el que se tropiezan inopinadamente con Camí, que se va a casar con una de las bailarinas (Isabel Luque). Durante la celebración en el colegio, los antiguos alumnos se enfrentan al nuevo rector (Francisco Piquer), que les reprocha su devoción mariana. Hasta el más descreído (Juan Luis Galiardo) hace una defensa cerrada de la enseñanza religiosa que recibieron en el centro. La falta de distancia de Gil con respecto al material que maneja, queda reflejada en el estupor de dos de sus ex-alumnos cuando contemplan que la celebración de la boda de Camí se remata con un strip-tease de la novia. Ni la planificación ni la interpretación invitan a que veamos la escena con el carácter esperpéntico con el que probablemente fuera ideada. El abismo en el que supuestamente ha caído el cura secularizado sólo tiene lugar en la ausencia de reacción de dos triunfadores hipócritas. El último plano, sobre el que se insertan los créditos finales, está protagonizado por la excavadora que va a derribar el viejo colegio, sinécdoque diáfana de la destrucción de un “país antes llamado España”, como le gustaba decir a Vizcaíno Casas. Tal cual hoy, vaya.

Durante la promoción, Gil asegura tautológicamente que en la película no hay “ni política ni pornografía. Únicamente, y como se ve en el programa, sale una señorita haciendo strip-tease. Pero esto no lo considero pornografía, puesto que no lo es”. [“Se estrena hoy La boda del señor cura, de Rafael Gil”, en ABC, 20 de diciembre de 1979, pág.56.] A pesar de lo ambiguo de su tratamiento, lo llamativo —en aquel momento— del título y la relevancia del autor del argumento llevan a cuatrocientos mil espectadores a las salas, lo que induce a Gil y a Vizcaíno Casas a repetir la jugada con la novela más reciente de este último: ... y al tercer año resucitó (1980).

La comparecencia de Franco en el balcón del Palacio Real en octubre de 1975, pocas semanas antes de su fallecimiento, supuso la reedición de otras multitudinarias concentraciones en la Plaza de Oriente que habían tenido lugar cada vez que el Caudillo necesitaba un baño de masas. Ocurrió con la retirada de embajadores recomendada por la ONU al finalizar la II Guerra Mundial, con la visita de Evita Perón, después del proceso de Burgos y, esta última, con motivo de las protestas internacionales por la ejecución de las últimas penas de muerte firmadas de su puño y letra. En su última alocución, Franco afirmaba que las protestas se debían “a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece” y que demostraban “que el pueblo español no es un pueblo muerto, al que se le engaña”. 

En el Palacio Real se instala también la capilla ardiente tras su fallecimiento y, el 20 de noviembre de 1976, en el primer aniversario del fallecimiento, sus inmediaciones se convertirán en lugar de concentración de todos los que no están conformes con el cambio político. Las consignas más repetidas serán entonces “Procuradores, sois unos traidores” y “Franco, resucita, España te necesita”. A partir de esta segunda hipótesis, escribe Vizcaíno Casas su gran éxito editorial. La adaptación de Rafael Gil, que le ha arrebatado los derechos a Chicho Ibáñez Serrador, pretende ser un fresco de la Transición española articulado mediante una serie de viñetas satíricas sin más continuidad que la proximidad de la celebración en la Plaza de Oriente madrileña del tercer aniversario del 20-N y la aparición, en las proximidades de Cuelgamuros, de un hombrecillo que recuerda muchísimo al fallecido Caudillo. El incipiente Estado de las autonomías, los cantautores, el Movimiento de Liberación Gay, los curas rojos, el cine S, las huelgas omnipresentes, los anticonceptivos, el teatro subvencionado... todo es motivo de burla.

Santiago Carrillo y Felipe González son ridiculizados en tanto que sobre Adolfo Suárez apenas queda apuntado su pasado franquista en uno de las pocas ideas de la película: unos peatones arrancan el cartel de la convocatoria del 20-N y debajo aparece el rostro del líder de la UCD, porque el clímax emocional de la cinta es la manifestación en la Plaza de Oriente, rodada en directo el 20 de noviembre de 1979. La excelente caligrafía de la que siempre había hecho gala Gil ha desaparecido completamente. Salvo por la llamativa ausencia del recurso al zoom, la rutinaria puesta en escena podría haber sido firmada por Mariano Ozores. Sólo importa la eficacia del chiste verbal y una vez establecido el esquema —los nuevos demócratas vuelven a los principios autocráticos por temor a que la noticia sea cierta— muchas secuencias parecen innecesariamente largas. En cualquier caso, el público responde como un solo hombre. La celeridad en el rodaje y la postproducción permiten que la cinta llegue a las pantallas el 29 de febrero de 1980. Tomás García de la Puerta constata que en la sesión a la que él asistió...

en muchas de las escenas en las que aparece la figura del generalísimo Franco, la gente aplaudía a rabiar. Esto no es la opinión de un crítico, es la realidad de unos hechos. Por lo que se ve, la gente recuerda con cariño y nostalgia esos cuarenta años del “oprobioso” régimen anterior. [Pueblo, 6 de marzo de 1980, pág. 26.]

Blas Piñar, presidente de Fuerza Nueva, ha conseguido unos meses antes el acta de diputado por la coalición Unión Nacional con casi cuatrocientos mil votos. Concilia así una acción parlamentaria de la que abjura, la estrategia de la tensión en las calles impuesta por el escuadrismo de su rama juvenil y la esperanza de que el Ejército retome las riendas del Estado. No todos los lectores de Vizcaíno Casas ni los espectadores de las películas de Rafael Gil son militantes de Fuerza Nueva. De hecho, aunque escriba en El Imparcial de Emilio Romero, el bestsellerista afirma que nunca ha estado afiliado a ningún partido. El fenómeno sociológico que se produce alrededor estas creaciones está más próximo al qualuquismo de la Italia postfacista, caracterizado por su desafección hacia los partidos políticos, y el atractivo de sus dosis proporcionales de populismo y anticomunismo para una clase media anhelante de “paz y orden”.

Millón y medio de espectadores se retratan en taquilla. ... y al tercer año resucitó ocupa el primer puesto en la recaudación del cine español ese año, que también conocerá el célere rodaje y estreno de Hijos de papá (1980).

La estructura de la nueva película es la misma que la de la novela. La primera parte está ambientada en 1946 y la segunda en 1978, el año en que lo escribe Vizcaíno Casas y lo publica Planeta. La tesis viene a ser que en la posguerra la generación del escritor estaba sojuzgada por sus padres y que en la actualidad los hijos “pasan” de aquellos jóvenes convertidos ahora en padres. Aunque hay cierto tono coral, el protagonista es Fabián (Antonio Vico / José Bódalo), que en los años cuarenta tiene una novia formal (María Casal) y amoríos con una vicetiple (Blanca Estrada). Casado con la primera (ahora Yolanda Farr), tienen dos hijos: Fabián (Manuel de Benito), metido en líos de menudeo y proxenetismo, y Amparito (Ana Obregón), una azafata que le lee la cartilla a su hermano:

¿Lo que se lleva? No, rico. Lo que se lleva ahora y siempre es trabajar decentemente, como hago yo y hacen millares de jóvenes de nuestra edad, que son modernos, pero normales, y se divierten sin ofender a nadie. [...] Yo no soy carroza... vamos, digo yo. Vivo con mi época y me aprovecho de lo bueno que tiene y no sólo de lo podrido, como haces tú.

Vizcaíno Casas solía contar que sus hijos le echaban una mano con el argot juvenil, tan impostado y artificioso que resulta sonrojante. Parecido efecto produce la presencia del grupo seudonuevaolero Charol, cedido por el sello Movieplay para que interprete un par de temas en la película.

Al final, Fabián padre y Amparito, se encontrarán en la plaza de Oriente el 20-N, gritando vivas a Franco. Se establece así una continuidad entre los dos tiempos. Las manifestaciones de 1946 y 1978 conviven y el Generalísimo se hace presente en la plaza como al llamado de la aclamación popular del presente. Se resuelve, gracias al montaje del material de archivo en blanco y negro y en color, el papel de la familia como transmisora de unos valores eternos e inmutables. La canibalización del archivo se ha mostrado especialmente productiva durante la primera parte, donde no sólo sirve para contextualizar la época, sino que llega a integrarse en la acción, como cuando Fabián asiste con sus padres al estreno de El clavo (Rafael Gil, 1946) y aprovecha para pedirle —montaje en raccord mediante— un autógrafo a Amparito Rivelles. De este modo, Gil se contempla a sí mismo en su periodo de esplendor en el seno de Cifesa y se coloca en ese doble plano de la nostalgia y la autobiografía.

El material de No-Do de la visita de Evita Perón a España, las tardes de gloria de Manolete en las Ventas o los ensayos de las revistas de Celia Gámez ponen rostros a dos libros de anécdotas y sociología de bolsillo que Vizcaíno Casas ha publicado a principios de la década: Contando los cuarenta y La España de la posguerra. La nostalgia se alimenta de gasógenos, picardías de revista y carteles de “los rojos no usaban sombrero”.

El 23 de febrero de 1981 se produce el largo tiempo anunciado golpe militar. El general Milán del Bosch saca los tanques a la calle en Valencia y el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero ocupa el Congreso y toma como rehenes a los diputados. La intentona queda abortada por falta de apoyos y en las elecciones del 28 de octubre de 1982, el PSOE obtiene mayoría absoluta. Buena parte de los votos de Unión Nacional pasan a Alianza Popular. Fuerza Nueva, ante la falta de fondos por la pérdida del escaño, se disuelve. En este interregno, Rafael Gil realiza y estrena De camisa vieja a chaqueta nueva (1982), de la novela que Vizcaíno Casas había publicado en 1977 y que había llevado al realizador en primera  instancia a interesarse por los derechos de adaptación.

El libro y la película son un ajuste de cuentas con los “chaqueteros”, aquéllos que han hecho de su capa franquista un sayo democrático. Manolo Vivar de Alda (José Luis López Vázquez), el protagonista, se bandea a través de la historia reciente de España mediante cargos públicos y negocios privados. Pasa así por un periodo filonazi al terminar la guerra y se va adscribiendo sucesivamente a perfiles falangistas, católicos, tecnocráticos, opusdeístas, sindicalistas, proestadounidenses y predemocráticos o platajuntistas para terminar precisamente en el PSOE. Las caricaturas de personajes de la política española —otra vez el padre Llanos, Xirinacs, Felipe González...— resultan transparentes en tanto que Vivar de Alda es un arquetipo antes que la contrafigura de alguien concreto.

El personaje tiene dos contrapuntos y los dos asociados al falangismo de primera hora. Por un lado, Enrique (Emilio Gutiérrez Caba), un hedillista irredimible que nunca podrá medrar por fidelidad a sus principios. Por otra, el propio hijo de Vivar de Alda (Antonio Vico), que encuentra en la doctrina joseantoniana un sentido al presente: “José Antonio nunca fue fascista. [...] ¿Es que alguna vez intentasteis llevar a la práctica sus ideas?”.

De nuevo el material de archivo sirve para puntuar los cambios de situación histórica, aunque sin la ambición de la película anterior. Especial énfasis revisten las imágenes del príncipe Juan Carlos jurando los principios del Movimiento y la imagen televisiva de Arias Navarro dando la noticia del fallecimiento de Franco.

La Constitución de 1978 ofrecía tres caminos para que los territorios se constituyeran en comunidades autónomas dentro del Estado. Por la vía rápida accedieron a la autonomía Cataluña y el País Vasco en 1979, y Galicia y Andalucía en 1981. La vía excepcional sirvió para dotar del correspondiente estatuto a Madrid, Ceuta y Melilla. Las demás comunidades fueron conformándose por la vía lenta. El debate estaba en la calle y era nuevo motivo de preocupación para los ultramontanos que veían entonces, como ahora, la inminente desintegración de una España que habían unificado los Reyes Católicos y que Franco había vuelto a suturar tras las declaraciones de autonomía de Cataluña en 1932 y del País Vasco y Galicia en 1936. Con el añadido de unas señas de identidad que temen que conviertan al Estado en nueva torre de Babel, las sátiras se convierten en moneda corriente. Vizcaíno Casas urde en 1980 Las autonosuyas, que se convierte en un nuevo récord de ventas para Planeta. En la presentación del libro, el escritor y guionista falangista Rafael García Serrano tilda la saga de “episodios nacionales” de la España actual. Es la fabulilla futurista —la acción de sitúa en 1982, fecha de preparación de la adaptación cinematográfica— sobre un pueblo de la sierra madrileña cuyo alcalde (Alfredo Landa) pretende sacar tajada del nuevo estado de cosas. Idea así una unidad territorial con otros pueblos limítrofes, instituye como lengua propia el “farfullo” —un castellano en el que las pes son sustituidas por efes ya que él tiene frenillo en la lengua— y establece relaciones con el resto de territorios históricos. Durante la constitución de la nueva comunidad, un viejo coronel que vive atrincherado en su casona se planta en el pleno, en un remedo del 23-F carente de cualquier gracia. La noche antes de que se proclame el estatuto, la sede del Ente Autonómico Serrano —un viejo edificio construido por el padre del alcalde—, se viene abajo. Entre el polvo y los escombros, lo único que ha permanecido indemne es el viejo escudo con el águila imperial y el yugo y las flechas. Frente al final pesimista de La boda del señor cura y el derribo del viejo colegio de los jesuitas, este derrumbamiento fortuito de la España de las autonomías ofrece aún la esperanza de la unidad nacional salvadora.

La mayoría de los chistes son tan coyunturales que, perdida hoy la referencia, lastran irremediablemente el resultado. Además, a Gil nunca se le ha dado demasiado bien la sátira y los zurriagazos a la nueva política empiezan a resultar demasiado repetitivos.

A pesar de la cartela exculpatoria con la que se abre la película, aduciendo que no tiene nada que ver con las autonomías históricas, sino con la multiplicación de burocracias en territorios en los que a nadie le importan estas monsergas, la exhibición se ve dificultada en Cataluña y el País Vasco. Según denuncia Vizcaíno Casas serían responsables de esta suerte de censura los propios organismos autónomos:

Silenciar las opiniones contrarias constituye corruptela propia de las tan denostadas dictaduras: hete aquí que en España, y ahora mismo, se está amordazando la libertad de expresión en este caso concreto, sin reparar en los graves perjuicios que se causan a unos empresarios o, lo que resulta más grave, infringiendo la Constitución ante la actitud inhibida y complaciente o incluso jubilosa de quienes mayor obligación tienen de defenderla. [Fernando Vizcaíno Casas: “Cartas al director: Sobre la llamada libertad de expresión”, en ABC, 3 de septiembre de 1983.]

Como el propio Rafael Gil hiciera con la zarzuela en Teatro Apolo (1950), Las alegres chicas de Colsada (1983) rinde tributo a la revista y la opereta de posguerra con modos de antología contemporánea. Es la última película de Gil y su postrera colaboración con Vizcaíno Casas. También es la única que no está basada en una obra literaria previa —salvo por las exploraciones del escritor sobre la vida cotidiana en la España de los cuarenta— y es la menos ideologizada de todas ellas, basadas como estaban las otras en best sellers que satirizaban los nuevos usos democráticos y ponían en la picota por igual a los antifranquistas que a los que habían optado rápidamente por el “cambio de chaqueta”. Esta última, en cambio, lanza una mirada nostálgica al mundo de la revista musical española ca. 1945, la de los “buenos tiempos” de Celia Gámez, Maruja Tomás y el Maestro Guerrero. Para llevar adelante el proyecto se busca la complicidad de Matías Colsada, que ha logrado grandes éxitos desde los años cincuenta, llegando a ser cuando se realiza la película propietario del Apolo de Barcelona y del Monumental y La Latina en Madrid. 

Además de las “alegres chicas” que dan título a la película, protagonizan la cinta Tania Doris, Luis Cuenca, Máximo Valverde y Emilio Laguna, fijos de sus compañías. El empresario, encarnado en la ficción por José Bódalo, pretendía que las y los coristas no cobrasen por su trabajo cinematográfico, al entender que no procedía el sobresueldo a pesar de la jornada completa de trabajo que les correspondía asumir durante el rodaje de números musicales y escenas entre bambalinas que constituyen buena parte del metraje. El resto es el ascenso al estrellato de la vedette Gloria Luz (Doris) de la mano de un pícaro estraperlista (Cuenca), su rivalidad con la segunda vedette (Helga Liné), y el corazón dividido entre su primo (Paco Valladares) y un golfo con buen fondo (Valverde). Un cura (Antonio Garisa) tan preocupado por los asuntos del cuerpo como por los del alma vela por la moralidad del ingreso de la buena chica venida a menos en el mundillo farandulero.

La cosa es que este ejercicio de “campismo” pasó totalmente desapercibido. La base de datos de Películas Calificadas del Ministerio de Cultura y demás no da cifra de espectadores, pero así lo acredita el hagiógrafo de Gil. [Fernando Alonso Barahona et al.: Rafael Gil, director de cine. Madrid: Centro Cultural Conde Duque, 1997, pág. 112.] Durante el rodaje el cineasta sufre algunos problemas de salud. La comisión encargada de conceder subvenciones anticipadas a las películas españolas rechaza su proyecto titulado Hijas de María, nueva adaptación de una novela de Vizcaíno Casas. La enfermedad le vence el 10 de septiembre de 1986.

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