La furia del hombre lobo (José María Zabalza, 1970) es una de las películas más denostadas del ciclo licantrópico de Waldemar Daninsky. En parte, porque el propio Paul Naschy se encarga en sus memorias de desacreditar a Zabalza, que habría dirigido la película en estado de embriaguez permanente y habría encargado sobre la marcha varias correcciones en el guión a su sobrino de catorce años.
No hay para tanto, por supuesto. Zabalza trabaja, como siempre, bajo mínimos presupuestarios y recicla parte del metraje y la banda musical de La marca del hombre lobo / Die Vampire des Dr. Dracula (Enrique López Eguiluz, 1968), sin preocuparse de continuidades ni nada que se le parezca. Si a eso añadimos la para nada cuidada amputación de los desnudos destinados a la doble versión la sensación de estar viendo un largo tráiler de la película, es completa. Hay que decir en su descargo que Naschy se muestra como guionista generoso hasta el derroche: monjes tibetanos, científicos nazis, hippies reducidos a un estado vegetativo gracias a la utilización de “quimitrodos”, electrocuciones, villanos enmascarados, armaduras que de pronto cobran vida, flagelaciones, mujeres-lobo, dentelladas a diestro y siniestro, desenterradores de cadáveres, adulterios inducidos mediante ondas...
Toda la artillería de la literatura pulp se despliega en la historia del regreso a Kirchemburg del doctor Waldemar Daninsky (Naschy), tras una expedición al Tibet en la que ha sido atacado por un hombre lobo. Una especie de lama le ha entregado un cofrecito donde hallará la solución a su mal y que sólo debe abrir en el caso de que el temido pentágono aparezca en su pecho. Un anónimo le advertirá de que su amada esposa le está coronando con uno de sus alumnos y Waldemar, convertido en hombre lobo, acabará con la vida de ambos para luego autoelectrocutarse. En realidad, sólo puede morir a manos de otro lobisome o atravesado por una bala de plata en los brazos de una mujer que le ame tanto como para sacrificar su vida por él. Candidatas no faltan; entre ellas la bella doctora Ilona Hellmann (Perla Cristal) y su no menos bella ayudante, la dulce Karin (Verónica Luján), que trabajan en un proyecto para la dominar la mente humana. En los sótanos de su mansión, una pandilla de hippies mutantes en vegetales dan fe de la envergadura de sus experimentos. Ilona, que otrora fuera amante de Daninsky, lo desentierra y lo somete a sus experimentos, flagelándolo y entregándose a él, para experimentar con su doble condición de hombre y bestia. Mientras tanto, la policía y el novio de Karin , que es periodista (Miguel de la Riva y José Marco), investigan los crímenes... La trama sigue su curso, llena de giros inesperados -por inconsecuentes, todo hay que decirlo- pero no deja fuera nada de lo que el póster promete. Además, la argentina Perla Cristal se muestra como una digna contrincante de Paul Naschy.
Ebriedad existencial del director, ebriedad narcisista del insólito galán, ebriedad creadora del guionista, ebriedad de un conjunto que desaprovecha totalmente la pantalla ancha y orquesta los materiales heterogéneos que componen la película sin ton ni son. Ebriedad consustancial, por tanto, pero... ¿acaso no dijo el adolescente zamorano Claudio Rodríguez, que la ebriedad es un don?
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