Publicado orginalmente en www.srfeliu.es el 22/06/2014
Este señor de negro se desarrolla a
lo largo de trece episodios entre 1975 y 1976. Al no contar con la mediación
del productor José Luis Dibildos y de los directores asignados a los proyectos
en que Mingote ha intervenido hasta entonces como guionista, ésta es la obra
más próxima a su humor que podamos ver. La auténtica plasmación audiovisual de
su mundo resulta invisible, pues es una película perdida: un Super-8 rodado a
lo largo de un tiempo indeterminado con la plana mayor del cine español e
internacional de paso por España en la que intervinieron Tono, Luis G.
Berlanga, Paco Rabal y un largo etcétera.
La vuelta al mundo en 80 espías
estaba libre de toda servidumbre debido a su carácter amateur en formato
subestándar y bebía directamente del manantial de aguas con alto contenido
surreal de La Codorniz. En cambio, esta serie para la primera
cadena de Televisión Española y la película Vota a Gundisalvo
(Pedro Lazaga, 1978) resultan fiel reflejo del chiste diario que lleva
publicando hace más de veinte años en ABC.
El personaje titular es don Sixto Zabaneta (José Luis López
Vázquez), un hombre atrapado por la tradición familiar. Don Sixto guarda luto
por su señora, fallecida hace cuatro años, regenta una platería familiar en la
Plaza Mayor de Madrid, tiene una hermana un tanto atolondrada (Mary Carmen
Prendes), una empleada mordaz (María Garralón), un sobrino disc jockey (Pep
Munné) y una clienta lozana que le trae por la calle de la amargura (Florinda
Chico). También tiene un cuadro del abuelo en el despacho, que va
proponiendo ejemplos del comportamiento de sus antepasados ante las situaciones
que afronta cada capítulo: las apariencias, el amor interracial, la burocracia,
las relaciones prematrimoniales, el enfrentamiento generacional, la procacidad
en los medios de comunicación, la emigración... Estas viñetas paródicas remiten
a la Historia de la gente, que había supuesto un gran éxito
editorial desde su lanzamiento por Taurus en 1955. Pero también ha habido
tanteos propios, como Pierna creciente, falda menguante
(Javier Aguirre, 1970), otro de sus guiones para Dibildos. Ya aquí aparece el
episodio balompédico que también incluye en el capítulo titulado "Eternos
rivales".
La ambientación -medieval o romántica en ocasiones- vuelve
una y otra vez a esa belle époque tan querida por La
Codorniz y que no es ajena a la admiración que Mingote siente por
el grupo fundador de la revista.
Ellos eran un residuo de la belle époque, que ellos no habían conocido más que en sus postrimerías, en los locos años veinte, que es cuando ellos surgieron. Una injustísima ‘bella época’, que ellos todavía disfrutaron y que siguieron disfrutando durante toda su vida. A veces no tenían mucho dinero, pero se reían una barbaridad. Eran unos tipos tan listos que no tenían el menor interés en que se supiera lo listos que eran. Lo que querían era vivir bien.
En cambio, la puesta en forma recurre en estos bosquejos
paródicos a una fórmula ya probada en televisión y premiada en festivales
internacionales: la del decorado sintético. Mingote ya había probado esta línea
con su participación en Historias de la frivolidad (Narciso
Ibáñez Serrador, 1967). El episodio "Las tentadoras", con la
participación de la propia Rocío Jurado que había protagonizado un escándalo
por lo sucinto de su vestuario en un programa de TVE, satiriza una vez más la
hipocresía de la clase media y pone al día el tema del especial de Chicho Ibáñez
Serrador.
Otros intérpretes de renombre actúan como invitados: Luis
Prendes, Charo López, Alfredo Mayo o Charo Soriano son algunos de ellos.
A su lado, la nueva generación, representada por Carmen Maura o María Luisa San
José, y rostros familiares como el de Chus Lampreave. Especiamente afortunada
es la intervención de Concha Velasco en la parodia romántica de
"Encarnita", un cruce entre "Una de pandereta", guión de
Tono para Tres eran tres (Eduardo G. Maroto, 1954) y Angelina
o el honor de un brigadier, la comedia escrita por Jardiel en 1934.
En el cuarto capítulo aparecen como invitados todos los
miembros del reparto de Crónicas de un pueblo (Antonio
Mercero, 1971-74), la primera serie de Mercero para TVE. En este universo de
referencias y autocitas, la alusión a La cabina
(Antonio Mercero, 1972) resultaba impepinable, claro. Tiene lugar en el
tercero.
El costumbrismo que se impone en la acción principal, con
sus localizaciones naturales y exteriores en la Plaza Mayor, contrastan con esa
suerte de enxiemplos moralizadores que suponen las viñetas
históricas. Es aquí donde el humor de Mingote se libera de ataduras y donde
López Vázquez da rienda suelta a toda su capacidad histriónica, a pesar de que
el actor no se mostrara especialmente satisfecho con la necesidad perentoria de
"disfrazarse" en todos los capítulos. Por contra, nos sentimos
tentados de poner en la columna de Mercero el ternurismo con el que se
resuelven los problemas y los subrayados dedicados al diálogo y la
tolerancia. Sin embargo, el director-realizador afirma contundente: “El autor de la serie era Antonio Mingote y yo era un mero
ilustrador que intentaba reflejar lo mejor posible la visión crítica y a veces
comprensiva de Antonio hacia sus personajes”.
Quede claro que los dos primeros capítulos -"El
baile" y "Limpieza de sangre"- resultan especialmente flojos y
que luego las piezas del puzzle empiezan a encajar con el tono general.
La moraleja del último capítulo dibuja a una generación
atrapada entre la moral de los abuelos y el mundo de los nietos. Quizá por
ello, este es el único episodio que no recurre a la inserción de la viñeta
sobre el antepasado de los Zabaneta. Don Sixto se ve obligado a asumir su
condición de "señor de negro" en una España en que Franco acaba de
morir sin que la trascendencia del óbito se filtre en la ficción más allá del
paso de la Guardia Mora por la Plaza Mayor, un detalle que resultará
perfectamente anodino para cualquier espectador contemporáneo. El episodio más
explícito acaso sea el protagonizado por Alfredo Mayo, que encarna en
"Carola" a un exiliado republicano que regresa a España a morir
después de treinta y seis años de ausencia. La serie refleja así su carácter de
producto sandwich, ubicada en un momento histórico que no puede
analizar por falta de perspectiva. A poco que nos pongamos, podemos leer
también en ella la perplejidad del propio Mingote como degustador y cultivador
del humor más avanzado de los años cuarenta y, al tiempo, viñetista de cabecera
del diario monárquico en el que se gana el sustento.
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