sábado, 23 de julio de 2016

notas sobre la filmografía de ricardo gascón

Publicado originalmente en www.srfeliu.es el 09/04/2016
Actualizado el 18/06/2020
 

Tras iniciarse en el campo amateur y como periodista cinematográfico en la revista Filmópolis, Ricardo Gascón se plantea dedicarse profesionalmente al cine. He aquí el apretado currículum de iniciación que pergeña de él Gómez Tello en la revista Primer Plano:
Empezó ejerciendo el periodismo cinematográfico, trabajó como extra en 1931 en perlículas cuyos nombres ya están casi olvidados: Café de la Marina [Domingo Pruna, 1933], Dos mujeres y un don Juan [José Buchs, 1934], etc. Familiarizado con el ambiente del cine, se lanza a alta mar, recorriendo todos los oficios de los Estudios: es regidor en Incertidumbre  [Juan Parellada e Isidro Socías, 1936], secretario de rodaje en Usted tiene ojos de mujer fatal [Juan Parellada, 1939] y Las cinco advertencias de Satanás [Isidro Socías, 1938]; segundo ayudante de dirección, entra en el equipo de Iquino como primer ayudante de dirección. Y en 1945 se convierte en piloto dirigiendo su primera cinta, Un ladrón de guante blanco [1946], a la que le sigue Cuando los ángeles duermen [1947]. [Gómez Tello: "Quién es quién en la pantalla nacional: Ricardo Gascón", en Primer Plano, núm. 488, 19 de febrero de 1950.]
Luego, dirige siete películas para el productor José Carreras Planas entre 1947 y 1951. Don Juan de Serrallonga (1948) es la tercera de ellas y uno de los ejemplos más notables de un género que en España no tenía demasiado predicamento, el de aventuras. Aunque se suele encuadrar la cinta en el ciclo bandoleril, lo cierto es que tiene todos los ingredientes del cine de capa y espada. La leyenda de Juan de Serrallonga lo pinta como bandido generoso, emboscado en las Guillerías, en las estribaciones de los Pirineos, nuevo Sherwood, al igual que el príncipe Juan podría encontrar su equivalente en el Conde Duque de Olivares, el sheriff de Nottingham en el gobernador de Barcelona, don Carlos de Torrellas, y lady Marian, en su hermana Juana de Torrellas.La acción se sitúa en la Barcelona del siglo XVII con dos familias —Narros y Cadells— enfrentadas por pleitos que se remontan a la Edad Media. Tanto es así, que perseguido por los poderosos, Fadrì de Sau (José Nieto) se ha refugiado en las montañas y siembra el terror en el principado al frente de una partida de bandoleros. A su regreso del exilio don Juan de Serrallonga (Amedeo Nazzari) busca negociar la paz con sus seculares enemigos, sin descartar la lucha pero ennobleciendo sus medios. Además de la devoción por su padre, le guía en su noble propósito el amor que siente por Juana de Torrella (María Asquerino), hermana del gobernador (Félix de Pomés) que ha puesto precio a su cabeza.

Ya hemos señalado su deuda con The Adventures of Robin Hood (Robin de los bosques, Michael Curtiz y William Keighley, 1938), pero es conveniente no perder de vista la fuerte impronta que recibe también del cine italiano in costume. El cine de aventuras italiano ha tenido un fuerte auge durante el fascismo, pero al finalizar la II Guerra Mundial no decae, a pesar de la arrolladora fuerza del neorrealismo, y directores como Riccardo Freda y Carlo Campogalliani lo cultivan con tanta pericia como asiduidad. Con los trasvases continuos entre ambas cinematografías mediterráneas durante los años cuarenta no es extraño que el actor Amedeo Nazzari y el operador Enzo Serafin recalen en Barcelona, contratados por Pecsa Films y participen en varios títulos dirigidos por Gascón.

El productor se emplea a fondo en el apartado de la vistosidad —no en vano la película debe competir con las grandes producciones históricas de Cifesa— pero es el buen pulso con el que Gascón se entrega a la acción y elude el hieratismo de los tableaux vivants de las cintas de Orduña, lo que proporciona a Don Juan de Serrallonga su auténtico valor. Lo paradójico es que siendo una película que busca a toda costa el favor del público popular terminara satisfaciendo más a la administración, que le concede la categoría de Interés Nacional. Más paradójico aún si atendemos al tono moderadamente catalanista de la propuesta argumental y a la lectura en clave que proporciona el hecho de estar realizada en un momento en que el maquis reforzaba sus acciones en Cataluña.

Ha entrado un ladrón  (1949) cuenta el amor enfebrecido del apocado Jacinto Remesal (Roberto Font) por la bella Natalia (Margaret Genske). La ha conocido cuando le pide ayuda porque piensa que un ladrón se ha colado en su piso. Él la invita al teatro en el que trabaja como contable, pero, a la salida, su pobreza le impide invitarla a chocolate y pagar el coche que ha de devolverla a casa. A pesar de ello, Natalia termina accediendo a sus requerimientos en una noche de Carnaval. Le anuncia, eso sí, que cuando su marido regrese de viaje, de esta situación no debe quedar ni el recuerdo. Vuelve el marido que resulta no ser marido sino amante y Jacinto se ve incapaz de cumplir su promesa. Una y otra vez intenta ver a Natalia, hasta que al final, en otra noche de Carnaval, se cuela en su casa vestido de pierrot.

Extraña película ésta dirigida por Ricardo Gascón, que labra su fortuna con un par de títulos solventes de capa y espada entre las que aparece emparedada esta comedia que en su primera parte da muestras de una agilidad y ligereza sorprendente para ir adquiriendo en la segunda tonos progresivamente oscuros hasta alcanzar un final desolador. Última adaptación de las realizadas en la década de los cuarenta a partir de la obra de Wenceslao Fernández Flórez, también es una de las más negras y desesperanzadas, fiel al espíritu pesimista del humorista gallego, tantas veces limado en su traslación al cine. Quizá por eso la acción se sitúa dos décadas atrás, en el Madrid de 1926.

También El hijo de la noche (1950) es una adaptación literaria. En este caso, de la novela homónima de José Francés editada en los años veinte. La película adolece de un exceso de tramas e historias secundarias que provocan un desequilibrio peligroso en un relato de duración canónica. Así, tras un prólogo en el que vemos cómo se reúnen dos hermanos, Lauro (Osvalado Genazzani) y Darío (José Suárez), separados por los avatares de la existencia y por sus divergentes modos de entender la vida, asistimos a un largo flashback en el que se presenta la vida en las colonias de ultramar y un padre violento y cruel (Enrique Guitart). Darío, dinámico e impulsivo, es el favorito del patriarca. En cambio, Lauro es un chico enfermizo que padece de la vista desde niño. Él es “el hijo de la noche” del título, sumido en sus tinieblas interiores. Cuando se reencuentran, Darío va acompañado por dos ricas turistas, madre e hija. Lauro se enamora de Marion (Rosa María Salgado) pero su hermano se la arrebatará para entrar en posesión de su fortuna.

Gascón resuelve con acierto las numerosas peripecias de la primera parte apoyándose en el trabajo del actor Enrique Guitart, pero se ve comprometido a la hora de remontar el último tramo en el que se decanta por el melodrama sin paliativos.

El mismo trío protagonístico —Rosa María Salgado, José Suárez y Osvalado Genazzani— se pone al frente del reparto de La niña de Luzmela (1950), adaptación de la primera novela de la escritora cántabra Concha Espina. El relato se centra en la triste vida de Carmen, hija natural del hidalgo don Manuel, en casa de su tía Rebeca con una familia desquiciada por rencores y envidias, pero que la acoge por mor de la herencia que don Manuel les lega a su muerte por cuidar de la muchacha. A pesar de cierta preocupación social en su obra —siempre con un marcado carácter religioso—, Concha Espina se convirtió en unos de los puntales de la Sección Femenina, alentada probablemente por su hijo, el periodista filonazi Víctor de la Serna. Quiere ello decir que sus novelas estaban bien vistas por las juntas de clasificación y censura cinematográficas, lo que propició la adaptación en la posguerra de Altar mayor (Gonzalo Delgrás, 1943), La esfinge maragata (Antonio de Obregón, 1948) o Dulce Nombre (Enrique Gómez, 1951). En su estudio sobre La literatura española en el cine nacional, Luis Gómez Mesa sólo salva la primera y dice de La niña de Luzmela que es "muy inferior a la novela" y que lo único destacable es "ese atractivo de su ambientación directa en los lugares descritos en la novela". [Madrid, Filmoteca Nacional, 1978, pág. 102.]

Resulta difícil formular un juicio propio sobre la película porque sólo hemos podido ver unos fragmentos, rodados en interiores, en los que destaca sobre todo la belleza y dulzura de Rosa María Salgado, lo desabrido del personaje de la tía Regina —no ya Rebeca— interpretada con su fuerza habitual por Irene Caba Alba y una escena en la que Juny Orly toca una pieza obsesiva al piano para incitar a Fernando Sancho, borracho, a que viole a la inocente Carmen: un fragmento de aplicada planificación carente de diálogo de cuyo peso en la totalidad del metraje sólo nos es dado inferir la voluntad caligráfica de Gascón. La resalta también el anónimo reseñista de Primer Plano:
Se trata de un drama violento, de raíz psicológica, en el que había que poner profundo sentido descriptivo, no sólo de las situaciones, sino de los personajes. Esta muy considerable dificultad —por muy pocos salvada en el primer intento— dio ocasión para que Ricardo Gascón desenvolviera ante la cámara una pasmosa teoría de aciertos, en los que se utilizaba la imagen como único y exclusivo medio de expresión. Con ellas, y mediante una composición formal extraordinaria, Ricardo Gascón llevó al cine el único drama auténticamente psicológico que posee nuestro cine, directamente engranado con las obras extranjeras del mismo género. [“Ricardo Gascón, una trayectoria artística irreprochable”, en Primer Plano, núm. 534, 7 de enero de 1951.]
Tras los parabienes oficiales a Don Juan de Serrallonga, Gascón aborda de nuevo el melodrama de venturas de inspiración italiana. Cesare Danova sustituye a su compatriota Amedeo Nazzari al frente del reparto y los paisajes menorquines los de los montes catalanes como marco de la acción. Correo del rey (1951) y El final de una leyenda (1951) son cintas gemelas.  Rodada en Mahón la primera y en Ciudadela la segunda, ambas están guionizadas por Rafael J. Salvia, protagonizadas por Cesare Danova y Juny Orly —esto es, Juana Soler— y producidas una vez más por José Carreras Planas.

En Correo del rey el marqués de Posa (Jacinto San Emeterio) viaja a España con un correo de Napoleón, pero los ingleses hunden la goleta en la que viaja frente a las costas de Menorca. El marqués, el capitán Picardo (Félix de Pomés) y el artillero maltés Marcos (Cesare Danova) son apresados por los ingleses y puestos bajo la custodia del señor de Turón (Rafael Calvo). Para evitar que el mensaje caiga en manos del enemigo, el marqués y el artillero cambian sus identidades. Leonor (Juny Orly), la hija mayor del señor de Turón descubre el escondite del mensaje.

La acción de Final de una leyenda tiene lugar a principios del siglo XX. Carlos Montaña (Cesare Danova), menorquín, segundón, militar de carrera, se enamora de la alumna de un colegio de señoritas durante una visita a Barcelona. Carlos regresa a Ciudadela, su ciudad natal, junto a su pintoresca familia y, sobre todo, a su padre (Rafael Calvo), un hombre que todo lo cifra en el buen nombre de la familia. La enemistad con los Oliván le ha llevado a tapiar los ventanales de la casa que dan a la de sus vecinos. Una pequeña ofensa provoca el enfrentamiento de Carlos con el primogénito (Luis Induni). Según las leyes de la tragedia shakesperiana, Inés (Juny Orly), la hija de los Oliván, no es otra que la colegiala que le robó el corazón a Carlos en Barcelona. Magdalena Montaña (Carmen Rey) media en los amores entre su hermano y su compañera de escuela.

Si la anterior constituía una más que notable cinta de aventuras, esta sigue el modelo del cine caligráfico italiano del primer lustro de la década de los cuarenta: mirada al pasado, adaptación de textos literarios —en este caso de una novela del escritor menorquín Ángel Ruiz y Pablo— y cierto rigor formal.

Tras siete colaboraciones consecutivas con José Carreras Planas, Gascón abandona la disciplina de Pecsa Films. Misión extravagante / Misión en Buenos Aires (1953) es una oscura coproducción de las casas Española Films Asociada P.C. y Establecimientos Filmadores Argentinos. Reparto y localizaciones dan cuenta del carácter transatlántico de la obra, basada en una novela romántica de Carmen Montero. La edición 518-A del noticiario No-Do dedica un reportaje a la filmación en Buenos Aires, poniendo el énfasis en el rodaje en exteriores naturales y en los medios técnicos con los que se está rodando la cinta. Tras el breve rodaje lisboeta, aprovechando el viaje de vuelta del director y la pareja protagonista y una escala en Madrid para que la argentina Christian Galvé —próximo su éxito internacional en Cómicos (Juan Antonio Bardem, 1953)— conozca la ciudad, los interiores quedan rematados en los modestos estudios barceloneses Kinefón.

El protagonista es Víctor Mendoza (Mario Cabré), famoso matador con el sobrenombre de “El Marquesito”, al que se le encomienda la tarea de conseguir una patente de un acero especial de la compañía Siderúrgica Argentina. En el tren en el que viaja a Lisboa para embarcarse se encuentra con la bella aventurera Tilda Tanker (Mercedes Monterrey), quien lo distrae hasta que le roban la documentación. A partir de ese momento, las cosas no dejan de complicarse: desencuentros en Buenos Aires, combates de lucha libre, andanzas por cornisas a cuarenta metros del suelo, enfrentamientos a punta de pistola, peleas… Sobrevivir a todo ello supondrá, de paso, conquistar el amor de Cristina (Elisa Christian Galvé), la hija del presidente de la compañía. Los incidentes se acumulan sin que nunca estemos muy seguros de cuál es el sentido de la aventura. Gascón se muestra inseguro tanto en el tono que debe adoptar el relato —comedia de aventuras, película de intriga, drama de acción…— como en la dirección de actores. Christian Galvé aparece como perdida y la simpatía personal del torero español Mario Cabré no le permite aportar mayores matices a un personaje que sucumbe ante la avalancha de situaciones injustificadas.

La producción ha quedado rematada durante el año 1952, pero no llega a las pantallas españolas y argentinas hasta finales de 1954. Para entonces, la crítica habla ya de Gascón como de un director cuyos éxitos pasados no han sido revalidados:
El más destacado acierto de Ricardo Gascón al verter al cine una novela de vuelo limitado a  la emoción directa de una anécdota fácil, ligera y entretenida, ha sido darle en todo momento un tono frívolo, con abierta proyección hacia lo humorístico, sirviéndose de los tipos secundarios para componer algunos gags festivos que producen gran efecto en aquellos espectadores que acuden al cina en busca de diversión. El sostenido tono amable de Misión extravagante es lo mejor y más grato de la película, que sirve para puntualizar otra de las facetas de este notable director, tan amante de su oficio y que con tanto tesón viene buscando otro gran momento como aquellos a que hemos aludido [Don Juan de Serrallonga y La niña de Luzmela] y que alcanzará precisamente cuando base su labor en temas de mayor enjundia espectacular o dramática. [Objetivo: “Los estrenos - En el Borrás: Misión extravagante”, en Mundo Deportivo, 6 de febrero de 1954.]

Apenas Sebastián Gasch saca la cara por él y con una argumentación que igual que sirve para elogiar su labor habría valido para desacreditarla:

En nuestro cine, que oscila de continuo entre “genialidades” a lo Hitchcock mal digeridas, lo ampuloso histórico y una expresión balbuciente y traqueteante, resulta muy difícil por lo visto hallar un estilo normal. Ricardo Gascón, tras un prolongado aprendizaje, ha llegado a expresarse de un modo normal, con entera naturalidad [...]. Y esto es la puesta en escena de Gascón para Misión extravagante una realización normal, sin singularidades gratuitas, y con una agilidad y una soltura netamente cinematográficas. [Sebastián Gasch: "El sábado en la butaca", en Destino, núm. 862, 13 de febrero de 1954, pág. 27.]

Antes de marchar definitivamente a Argentina, Gascón trabaja para otras productoras y factura algunas cintas de corte policiaco, como las que se estilan por esos años. El ejemplo más representativo de la adscripción de Gascón a este ciclo es Los agentes del Quinto Grupo (1955). El reparto es el habitual en producciones de este tipo, con el paternal inspector encarnado por Manolo Gas a la cabeza. En una intervención cómica estelar, José Sazatornil “Saza”. Los agentes son los hombres del inspector Peña (Manolo Gas): Pablo Durán (Armando Moreno), enamorado de la hermana de un compañero con la que le gustaría emprender una nueva vida, alejada de los sinsabores del servicio; Martín (Miguel Fleta), escritor aficionado de novelas policiacas y con un complejo de Edipo que tira de espaladas; Lozón (José María Marco), rico por casa y con una carrera brillante en el cuerpo; y Morales (Arsenio Freignac), el más joven y también el más impulsivo. Su misión es acabar con la banda de Barrière (Barta Barri), un tipo despiadado e implacable, que lo mismo roba a un contable en un garaje que planea el asalto a una factoría el día del pago de las nóminas, dejando un reguero de cadáveres a su paso.

Ignacio Iquino, coinventor del género criminal barcelonés, produce y pone en manos de Ricardo Gascón una película que vuelve a glorificar el trabajo de la Brigada de Investigación Criminal. Dos son las diferencias fundamentales con otras entregas de la serie:
a) que salvo el prólogo y el epílogo —sendos atracos resueltos a tiros— se siguen los pequeños dramas familiares de cada uno de los hombres del grupo, reduciendo la investigación al mínimo; y
b) que empiezan a aparecer en los argumentos tramas asociadas al maquis urbano, convenientemente maquilladas de delincuencia común.
Con motivo de su estreno, se lamenta Sebastià Gasch del poco caso que se le hace a Gascón en la industria:
¿Por qué el nombre de Ricardo Gascón no asoma con mayor frecuencia a nuestras pantallas? Pese a su juventud, Gascón es un antiguo y experimentado director. Su carrera ha seguido sin desfallecimientos un camino ascendente, haciendo él constantes progresos, y sus últimas producciones han puesto en evidencia una feliz plenitud. Cuando se confían tareas directivas a tantas personas que carecen de prendas relevantes, y ahí está para atestiguarlo el considerable número de insulseces con que se atosiga a los escasos espectadores que asisten a la proyección de películas españolas, es francamente inconcebible que Gascón no trabaje con mayor intensidad y permanezca ocioso durante largos meses y a veces años. [Sebastià Gasch: “El sábado en la butaca Alcázar: Los agentes del 5º Grupo”, en Destino, núm. 925, 30 de abril de 1955, pág. 42.]
Mediada la década de los cincuenta está empeñado en nadar y gruardar la ropa: dirigir películas, buscar financiación para las mismas y procurar que Barcelona recupere el lugar que le corresponde en la industria cinematográfica española, tanto por infraestructuras como por nivel de la producción. De su prestigio habla bien a las claras que sea elegido jefe del Subgrupo de Directores Cinematográficos en el Sindicato Nacional del Espectáculo:
Ante todo, es nuestro deseo lograr una efectiva unión de técnicos, artistas y obreros en sus relaciones con el productor, para evitar discordias e irregularidades. Segundo: informar a Madrid sobre nuestro parecer con respecto a cómo han de considerarse las producciones extranjeras, indetificados por completo con ciertas declaraciones a la prensa del señor Tordesillas, y haciéndolas extensivas a la autenticidad porfesional de directores, operadores y demás jefes técnicos adjutos. Tercero: hacer prosperar y poner rápidamente en ejecución el acuerdo adoptado por el Sindicato Nacional del Espectáculo para que no pueda iniciarse el rodaje de una película sin un oficio del mismo, justificando haber recibido conformes los contratos de técnicos y principales aristas. Cuarto: nombrar un delegado en todas las producciones, elegido entre técnicos y obreros que trabajen en ellas. Quinto: informar a Madrid de todas las irregularidades producidas por las empresas en la contratación de personal y enviar a la vez un informe detallado de todas las películas rodadas en Barcelona una vez terminado el rodaje de las mismas y antes de ser calificadas. Sexto: recabar del Sindicato Nacional del Espectáculo que sean depositados en el mismo todos los sueldos de los técnicos de rodaje los días viernes de cada semana, con el fin de efectuar los pagos los sábados. Asimismo, rogar a los subgrupos de Madrid que no concedan carnet profesional a los técnicos formados en esta ciudad sin el correspondiente informe aprobado por la Junta de Clasificación del Sindicato Provincial de Barcelona. ["Ricardo Gascón al habla", en Primer Plano, núm. 715, 27 de junio de 1954.]
La siguiente película de Gascón, Pleito de sangre (1956) es una historia plenamente transmedial, fruto de las hibridaciones que se producen en la cultura popular en la posguerra. El material de origen es un serial radiofónico original de Manuel R. Cabello. La adaptación se ciñe al canon del cine criminal barcelonés —exaltación de las fuerzas del orden, intriga policiaca adscrita al género procedimental, ambientes populares como escenario de la acción…— pero se deja contaminar por los elementos folletinescos de la trama seriada. Como muy bien indica Ramón Espelt en Ficció criminal a Barcelona (1950-1963), las historias de hermanos enfrentados menudearon en nuestro cine como consecuencia de la Guerra Civil sin que el relato debiera hacer referencia explícita a la contienda. El descubrimiento de que el hombre al que acaba de mandar al patíbulo es su hermano constituye una anagnórisis aristotélica en toda regla, que impulsará al buen hermano a descender al submundo en el que habitaba Caín. Esta idea, acaso la más sugerente de la película, queda lógicamente invalidada por el sometimiento del argumento a la rígida moral que debía imperar en el cine español, mucho más tratándose de un representante de la justicia.

La modestia del apartado actoral y el escaso presupuesto con el que debía contar la ignota productora Amílcar obligan a Gascón a trabajar bajo mínimos, echando el resto en un par de persecuciones en las que todavía es posible constatar su pulso como narrador en imágenes —Don Juan de Serrallonga— o creador de ambientes —Ha entrado un ladrón—. La historia de Caín y Abel ya había conformado el meollo de El hijo de la noche, pero es la película inmediatamente anterior Los agentes del Quinto Grupo con la que más concomitancias guarda. He aquí de nuevo a Manolo Gas como cachazudo comisario y la relación edípica entre hijo y madre —encarnada en ambos casos por Carmen López Lagar— en tanto que Miguel Fleta, que en aquélla era el policía enmadrado ejerce en ésta de abogado defensor. De todos modos, el crédito de Gascón ha ido cayendo desde que se rompiera su asociación con José Carreras Planas. A lo mejor es por eso que la prensa especializada empieza a filtrar su cansancio:
Ricardo Gascón quiere dirigir un asunto muy bueno para volver a sus tiempos de los premios y excelentes clasificaciones. Y dicen que ha manifestado en la tertulia del Texas que ya no hará más películas baratas y que va a por los primeros premios. [“El rumor también es noticia”, en Primer Plano, núm. 808, 8 de abril de 1956.]
Aún figura Gascón junto a Keneth Hume en los créditos de las copias españolas de la coproducción hispano-británica El aventurero / Sail into Danger (1957). Ni en la publicidad ni en las copias inglesas queda rastro de su nombre. Ha decidido ya abandonar el cine —o el cine lo ha abandonado a él— e instalarse en Argentina. Sin embargo, su filmografía tiene un estrambótico estrambote titulado Su majestad la risa (1981), al parecer limitado al hilván de una serie de sketches protagonizados por el cómico Arévalo y destinado al incipiente mercado del vídeo doméstico.

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