Publicado originalmente en www.srfeliu.es el 20/05/2016
Actualizado el 17/04/2018
Actualizado el 17/04/2018
A falta de conocer las dos últimas películas de Eusebio
Fernández Ardavín -Compadece al delincuente (1957) y
la coproducción Llegaron dos hombres / Det kom tva män (1959)- y
algunas del periodo silente y postbélico, me atrevía el otro día, en otro
lugar, a hacer una valoración impresionista sobre su carrera. Me quedaba con Rosa
de Madrid (1927), Don Floripondio (1936), La
dama del armiño (1947) y con los aciertos parciales de La
rueda de la vida (1942), Neutralidad (1949) y
Vértigo / Casta andaluza (1950).
En otros títulos en los que colaboró como supervisor o
director adjunto resulta bastante problemático atribuirle méritos o deméritos.
Los créditos de la versión española de La bella de Cádiz / La belle
de Cadix (1953) llevan una cartela en la que se dice que es “Un
film de Raymond Bernard”, aunque más adelante haya otro que acredite a Eusebio
Fernández Ardavín con el vago cometido de la “dirección de la versión española”.
Dado que existía una exigencia sindical de cara a validar la coproducción -y su
correspondiente ayuda económica oficial- es fácil que Benito Perojo recurriera a
Ardavín para allanar el camino administrativo. Por estos mismos años también
supervisa la realización de La reina mora (Raúl Alfonso, 1954),
que él mismo había dirigido antes de la guerra.
Cae ahora en mis manos el folleto editado en 1965 por el
Festival de San Sebastián con motivo del recuerdo que le dedicó el certamen a
raíz de su fallecimiento unos meses antes. Llama la atención en el texto que le
dedica Rafael Gil que las películas que avalora son precisamente las que menos
pueden interesarnos hoy: las encorsetadas El agua en el suelo
(1934) y La florista de la reina (1940) o la poco convincente biografía
del padre Manjón Forja de almas (1943), su proyecto inicial para “Vísperas de
un imperio” que terminaría convirtiéndose en la descafeinada El
doncel de la reina (1946), para culminar con la que considera su
última obra maestra: Neutralidad. Parece como si más
allá de la capacidad de Eusebio Fernández Ardavín para la narración
cinematográfica, más allá de su gusto por las estructuras cíclicas y por los
efectos de montaje, Gil priorizara el sesgo ideológico de estas cintas. He aquí
una panorámica sobre unas y otras que debería servir para hacerse una idea
general de su trayectoria.
Tras algunos tanteos cinematográficos desde finales de la segunda década del siglo, Eusebio Fernández Ardavín emprende en 1926 una serie de adaptaciones de obras de teatro y zarzuelas de su hermano Luis, para las que César, un tercer hermano que se firma con el anagrama "Vinfer", realiza la cartelería. Como todo queda en casa la productora no podía llamarse de otro modo que Producciones Ardavín.
La primera película del lote es la versión cinematográfica de la zarzuela La bejarana, estrenada en 1924 en el Teatro Apolo. La música era de los maestros Francisco Alonso y Emilio Serrano. La película se estrenó dos años después en el Teatro de la Zarzuela, así que es más que probable que los principales cantables y bailes formaran parte del espectáculo. No debe extrañarnos por ello la anormal duración de algunas escenas cuando ahora vemos la película sin sonido. El montaje de paisajes salmantinos y de algunas ilustraciones literales de las didascalias versificadas se ajustaban a las necesidades del desarrollo musical que acompañaba la proyección. La adaptación actualiza la acción, justificando la leva de los quintos, que tanto peso tiene en la trama, por la guerra de Marruecos. Por lo demás, el argumento se ciñe al de la obra lírica: la hija de un rico labrador está enamorada del mayoral de su padre, pero éste quiere que se case con un hombre con fortuna. Hasta tres parejas ofrecen distintas versiones del amor... Los intertítulos resultan un tanto sobrecargados, como en otros largometrajes de esta etapa y subrayan el origen literario del argumento, pero el rodaje en exteriores, la utilización del paisaje como parte del relato y algunos fragmentos de carácter folklórico sirven para contrapeso. Además, el director recurre repetidamente a un simbolismo de carácter religioso que asocia la virginidad con la imaginería católica y a la mujer castellana con las tallas marianas de las iglesias, aunque el momento más arriesgado desde el punto de vista narrativo es la inclusión de unas sombras chinescas, al modo de Lotte Reiniger, para mostrar la comitiva del entierro de Ana.
Tras la buena acogida de La bejarana, Eusebio cuenta con el matrimonio formado por Santiago Artigas y Pepita Díaz para dar vida a la pareja protagonista de El bandido de la sierra (1927): Salvador y Paula. Ambos buscan venganza contra el cacique del pueblo (Modesto Rivas). Al primero, le robó la mujer, a ella, la honra. Salvador huyó con la hija de Hipólito, que se crió con unos gitanos hasta que él volvió de América y pudo rescatarla. Martinillo (Manuel Dicenta), criado de Salvador encuentra su refugio en la sierra y traba amistad con la muchacha, en tanto que el bandido se lleva a Paula, enamorada de él, a vivir a la sierra. En compañía de Trampolín (Emilio Mesejo), el clown que actuaba con los gitanos y sigue a Fuensanta como un perro fiel, constituyen una especie de comuna en la Arcadia montañosa, al margen de las leyes de los hombres. Sin embargo, Hipólito, ansioso de venganza, localiza su refugio y, al intentar, matar a Salvador, hiere a su propia hija. La joven convalece en casa de su padre, al que aborrece, mientras el bandido de la sierra languidece en prisión y Paula vaga por el monte. Pero, en contacto con su hija, Hipólito se redime y crea un asilo para los menesterosos. Mientras tanto, Martinillo se pone de acuerdo con Paula para liberar a Salvador. Tan prolijo argumento resulta aún más alambicado puesto que la cinta tiene una estructura de cajas chinas en la que, amén de los pasajes descriptivos del lugar en que tiene lugar la acción y los personajes que van a jugar un papel en ella, cada uno de los antecedentes nos es presentado con detenimiento, en paralelo con los personajes que narran los incidentes. Tal sucede con la pérdida de la honra de Paula, el encuentro de Martinillo con el bandido o el rapto de Fuensanta y sus andanzas con los gitanos. Esto, unido a la sobreutilización de unos intertítulos tan literarios como redundantes supone un pesado lastre para la fluidez de la narración. En la columna del haber hay que consignar un magnífico trabajo fotográfico de José María Beltrán y Ángel del Río en exteriores naturales y la inclusión de códigos del cine de aventuras y del western en el armazón dramático del drama rural.
La última cinta de la trilogía en llegar a la pantalla es Rosa de Madrid (1928), folletín de modistillas mancilladas, señoritos canallas y amantes redimidos por la renuncia que incorpora en sus intertítulos los octosílabos y seguidillas de corte popular que acompañan la reconstrucción del Madrid finisecular. La estructura de la película, en tres actos y un epílogo sigue la pauta de las estaciones del año. Aunque los protagonistas son Concha Dorado y Pedro Larrañaga, nos interesan las figuras de Conchita y Juanita Montenegro, dos bailarinas que darían mucho que hablar, y que encarnan a dos chulillas que trabajan en el taller de modista que con tesón intenta sacar adelante la protagonista.
La primera película del lote es la versión cinematográfica de la zarzuela La bejarana, estrenada en 1924 en el Teatro Apolo. La música era de los maestros Francisco Alonso y Emilio Serrano. La película se estrenó dos años después en el Teatro de la Zarzuela, así que es más que probable que los principales cantables y bailes formaran parte del espectáculo. No debe extrañarnos por ello la anormal duración de algunas escenas cuando ahora vemos la película sin sonido. El montaje de paisajes salmantinos y de algunas ilustraciones literales de las didascalias versificadas se ajustaban a las necesidades del desarrollo musical que acompañaba la proyección. La adaptación actualiza la acción, justificando la leva de los quintos, que tanto peso tiene en la trama, por la guerra de Marruecos. Por lo demás, el argumento se ciñe al de la obra lírica: la hija de un rico labrador está enamorada del mayoral de su padre, pero éste quiere que se case con un hombre con fortuna. Hasta tres parejas ofrecen distintas versiones del amor... Los intertítulos resultan un tanto sobrecargados, como en otros largometrajes de esta etapa y subrayan el origen literario del argumento, pero el rodaje en exteriores, la utilización del paisaje como parte del relato y algunos fragmentos de carácter folklórico sirven para contrapeso. Además, el director recurre repetidamente a un simbolismo de carácter religioso que asocia la virginidad con la imaginería católica y a la mujer castellana con las tallas marianas de las iglesias, aunque el momento más arriesgado desde el punto de vista narrativo es la inclusión de unas sombras chinescas, al modo de Lotte Reiniger, para mostrar la comitiva del entierro de Ana.
Tras la buena acogida de La bejarana, Eusebio cuenta con el matrimonio formado por Santiago Artigas y Pepita Díaz para dar vida a la pareja protagonista de El bandido de la sierra (1927): Salvador y Paula. Ambos buscan venganza contra el cacique del pueblo (Modesto Rivas). Al primero, le robó la mujer, a ella, la honra. Salvador huyó con la hija de Hipólito, que se crió con unos gitanos hasta que él volvió de América y pudo rescatarla. Martinillo (Manuel Dicenta), criado de Salvador encuentra su refugio en la sierra y traba amistad con la muchacha, en tanto que el bandido se lleva a Paula, enamorada de él, a vivir a la sierra. En compañía de Trampolín (Emilio Mesejo), el clown que actuaba con los gitanos y sigue a Fuensanta como un perro fiel, constituyen una especie de comuna en la Arcadia montañosa, al margen de las leyes de los hombres. Sin embargo, Hipólito, ansioso de venganza, localiza su refugio y, al intentar, matar a Salvador, hiere a su propia hija. La joven convalece en casa de su padre, al que aborrece, mientras el bandido de la sierra languidece en prisión y Paula vaga por el monte. Pero, en contacto con su hija, Hipólito se redime y crea un asilo para los menesterosos. Mientras tanto, Martinillo se pone de acuerdo con Paula para liberar a Salvador. Tan prolijo argumento resulta aún más alambicado puesto que la cinta tiene una estructura de cajas chinas en la que, amén de los pasajes descriptivos del lugar en que tiene lugar la acción y los personajes que van a jugar un papel en ella, cada uno de los antecedentes nos es presentado con detenimiento, en paralelo con los personajes que narran los incidentes. Tal sucede con la pérdida de la honra de Paula, el encuentro de Martinillo con el bandido o el rapto de Fuensanta y sus andanzas con los gitanos. Esto, unido a la sobreutilización de unos intertítulos tan literarios como redundantes supone un pesado lastre para la fluidez de la narración. En la columna del haber hay que consignar un magnífico trabajo fotográfico de José María Beltrán y Ángel del Río en exteriores naturales y la inclusión de códigos del cine de aventuras y del western en el armazón dramático del drama rural.
La última cinta de la trilogía en llegar a la pantalla es Rosa de Madrid (1928), folletín de modistillas mancilladas, señoritos canallas y amantes redimidos por la renuncia que incorpora en sus intertítulos los octosílabos y seguidillas de corte popular que acompañan la reconstrucción del Madrid finisecular. La estructura de la película, en tres actos y un epílogo sigue la pauta de las estaciones del año. Aunque los protagonistas son Concha Dorado y Pedro Larrañaga, nos interesan las figuras de Conchita y Juanita Montenegro, dos bailarinas que darían mucho que hablar, y que encarnan a dos chulillas que trabajan en el taller de modista que con tesón intenta sacar adelante la protagonista.
Tras su paso por Joinville-le-Pont, donde la Paramount tiene
instalados sus estudios europeos para el rodaje de multiversiones y durante el
cual no se le acredita ninguna función concreta salvo el aprendizaje de la
técnica, regresa a España para hacerse cargo de la dirección artística de los
recién creados estudios CEA, en cuyo equipo directivo concurrían notables
dramaturgos como Jacinto Benavente, Carlos Arniches y los hermanos Joaquín y
Serafín Álvarez Quintero, que son los responsables del guión de El
agua en el suelo. Ardavín recurre a cuanto recurso está en su mano
para evitar el estatismo: rodaje en exteriores en Comillas, secuencias de
montaje al ritmo de la música del maestro Alonso e, incluso, mosaicos al modo
vanguardista... Bien poco pueden estos artificios ante unos diálogos
declamatorios y unos intérpretes forzadamente teatrales, empezando por la
jovencísima, bella y elegante Maruchi Fresno. Es dable entender la religiosidad
de la película como parte del rearme moral de las fuerzas conservadoras frente
a un anticlericalismo que había calado hondo entre las clases populares. El
aire “film d'art” que destila la cinta con veinte años de retraso, también
incide en esa línea de buen gusto burgués que contrasta con La
hermana San Sulpicio (1934) y Nobleza baturra
(1935), dos películas dirigidas por Florián Rey para Cifesa en las que se
tocaban estos mismos asuntos en registro popular.
De nuevo están los hermanos Álvarez Quintero en el origen de
La reina mora (1936), obrita lírica de los susodichos
hermanos con música del maestro Serrano. José Buchs había dirigido ya una
primera adaptación en 1922 y Raúl Alfonso reincidirá en 1954; actuó en esta
ocasión Eusebio Fernández Ardavín como supervisor. La versión de 1936 es una
producción de Cifesa. Fue una de las últimas antes del golpe militar del 18 de
julio de 1936 y se estrenó el año siguiente en el Madrid republicano y,
posteriormente, tras algunos cortes en la zona dominada por el ejército
rebelde. Lo más probables es que la actuación censorial se refiriera al papel
de la beata doña Juana la Loca (Alejandrina Caro), de misa y confesión diaria,
y el restaurador de santos Miguel Ángel (Valeriano Ruiz París). Son personajes
secundarios que comentan el misterio de “la casa del duende” en el sevillano
barrio de Santa Cruz. Allí se recluye una trianera (María Arias) durante el
tiempo que su hombre (Pedro Terol) cumple condena por haber herido en una pelea
al canalla que la ofendió (José Córdoba). Lo raro es que una vez planteado el
conflicto, el ofensor desaparece de escena. Claro que también lo hacen Esteban
y Coralito, ya que sólo se reúnen en una emotiva escena en la Cárcel Provincial
y durante el reencuentro final. Entre tanto, el enredo se ovilla y desovilla entre
los secundarios: Cotufa (Erasmo Pascual), el hermano de Coralito; Mercedes
(Raquel Rodrigo), la costurera pizpireta que tiene su taller frente por frente
con la “casa del duende” y don Nuez (Antonio Gil “Varillas”), tenorio de barrio
que presume de que no se le escapa una viva.
La puya (auto)irónica contra la españolada se concentra en
una escena que es un travelogue humorístico por los
monumentos de Sevilla y su historia. Finalmente, descubriremos que la voz tiene
un origen diegético: un guía sevillano culmina el relato de las excelencias de
la ciudad ante la “casa del duende” para dos turistas sajones tan estrambóticos
como tópicos. Santiago Ontañón diseñó los decorados construidos en los estudios
Roptence de Madrid. La continuidad entre estos y los exteriores sevillanos
resulta harto conflictiva, lo que hace destacar más aún el carácter abstracto
de los diseños de Ontañón.
El actor Valeriano León había estrenado la comedia de Luis
de Vargas Don Floripondio en el Teatro Apolo en 1928. Ocho
años después repite para la pantalla el papel de este pobre hombre, cuya
bonhomia e inutilidad anda en coplas, Don Floro tiene un hijo perdis (Manuel
Dicenta) y otros tres pequeños a los que no tiene con que darles de comer. Don
Floripondio será así mozo en una librería, “caradura” en el pim-pam-pum y
administrador de una condesa cuyos hijos lo llevan a un cabaret para sacarle
los cuartos. La película se estaba rodando en los estudios Roptence el 18 de
julio de 1936. Los trabajos quedaron suspendidos durante breve tiempo por las
circunstancias que vivía la ciudad y se remató como mejor se pudo. Pero el
hecho de que Valeriano León se significara a favor de los sublevados impidió su
estreno en el Madrid del “¡No pasarán!”. Tampoco su tono populista -bien que
moralizante y conservador- convenció a la Junta de Censura de los vencedores,
por lo que hubo que hacer nuevos ajustes de montaje en 1939. Llega, al fin, a
las salas madrileñas en enero de 1940, donde no pueden menos que extrañar
comportamientos y actitudes que quedarán desterrados de la pantalla durante
bastantes décadas. Los modos del sainete se conjugan con algunos números
musicales a la americana -complemento imprescindible al parecer de casi
cualquier película de estos años- y con apuntes menos evidentes del cine frentepopulista
francés. A pesar de la ausencia de cualquier indicio de la situación que se
vivía en Madrid durante el rodaje, el principal valor de Don
Floripondio es, por tanto, su condición de testimonio de una época.
La Marquesona (1939) era una de las
producciones que Cifesa iba a rodar en julio de 1936, probablemente con el
equipo técnico y los medios de El genio alegre (Fernando Delgado, 1939). El director previsto entonces era Francisco Elías, avalado por el éxito
de María de la O (1936), en la que también tenía un papel
de relieve Pastora Imperio. Finalmente, fue Eusebio Fernández Ardavín quien se
hizo cargo del proyecto una vez finalizada la Guerra Civil. Elías se exilió en
México.
Nos encontramos una vez más, ante el drama de la maternidad,
tan caro al cine republicano. Carmen “La Marquesona” (Pastora Imperio) fue en
otros tiempos una gran figura del cante y el baile flamenco, pero por culpa de
un mal hombre (Jesús Tordesillas) se ha visto obligada a viajar por los
polvorientos caminos de Andalucía, a fin de sacar adelante a su hija (Luchy
Soto). Sin embargo, ésta ha conocido a un señorito (Francisco García Muñoz) que
la convence para que abandone a su madre y la compañía. La Marquesona teme que
la historia se repita. Se da así, cierto paralelismo entre la peripecia de la
protagonista y la auténtica biografía de Pastora Imperio, separada del torero
Rafael El Gallo desde poco después de su matrimonio y con una hija habida de un
aristócrata que sólo llevó los apellidos de la madre. Con La Marquesona viajan
un grupo de inútiles: el guitarrista Montesinos (el dibujante Fernando Fresno),
el rapsoda Machuca (Miguel García Morcillo) y la temperamental Venus de Azúcar
(Mary del Río), una fanática de la publicidad. Cuando todos se instalan en el
palacio cordobés del prometido de la niña, se producen los clásicos equívocos
que también quedan reflejados en Los hijos de la noche / I figli della notte
(Benito Perojo, 1939) o Pepe Conde (José López Rubio,
1941). Es en estas escenas donde Eusebio Fernández Ardavín recurre con mayor
frecuencia a una puesta en escena frontal, con planos de conjunto, de un
primitivismo deudor de la representación teatral que había conocido un sonoro
éxito en el Teatro de la Comedia allá por 1934.
María Guerrero López, sobrina de la ilustre María Guerrero,
fue protagonista habitual de los dramas en verso de Luis Fernández Ardavín.
Ambos inauguraron la temporada de 1940 estrenando en el Teatro España el drama
en verso La florista de la reina. Eusebio realizó inmediatamente
la adaptación cinematográfica, como ya había hecho con otras obras de su
hermano y conservó en el papel principal a quien le había dado vida en el
escenario. Para darle la réplica, dos prometedores valores de la pantalla:
Alfredo Mayo y Ana Mariscal. Es el primero un entusiasta poeta de provincias
llamado Juan Manuel (Mayo) que se traslada a Madrid con sueños de gloria. En el
tren conoce a un crítico teatral que le promete presentarle a la crema de la
inteletualidad decimonónica en el Café de Platerías. Allí escribe sus crónicas
periodísticas Mariano de Cavia y compone sus melodías Federico Chueca. Ambiente
fin de siglo con más de un deje romántico, porque Juan Manuel, cual dama de las
camelias, padece una tisis galopante, de la que le cuidará desinteresadamente
Flor (Guerrero), florista pizpireta pero honesta a carta cabal. Por ello rehúsa
las propuestas de Paco (Jesús Tordesillas), empresario teatral enamorado de
ella.
Ni el esmero caligráfico -a ratos rutinario- de Fernández
Ardavín ni cierta opulencia escenográfica -como en el baile de Carnaval-
consiguen salvar la función. Conceptual, formal e ideológicamente, cine
vetusto.
En Tierra y cielo (1941) Clara Laurel
(Maruchi Fresno) acude diariamente al Museo del Prado para copiar una
Inmaculada de Murillo. Pretende así ganarse la vida con independencia de la
fortuna de un padre viudo a punto de contraer nuevas nupcias. En el museo
conoce a Juan Ernesto Sorin, alias Antonio Gutiérrez (Armando Calvo), un
vividor español que ha escapado de una prisión francesa donde aguardaba una
cita con madame Guillotine. Ambos se enamoran bajo una falsa identidad y viajan
a Sevilla en busca del espíritu del arte. Las estampas turísticas de la Plaza
de España y el barrio de Santa Cruz se suceden con monotonía turística hasta
que un hombre que puede reconocer en Antonio al asesino buscado en París se
cruza con la pareja. Antonio escapa y jura regresar el día que haya podido
probar su inocencia. Aquejada de unas interpretaciones envaradas por parte de
Maruchi Fresno y Armando Calvo, a quienes poco ayudan unos diálogos entre
patrióticos y literarios, lo más interesante de la película se encuentra en una
escena onírica en la que los personajes de los cuadros del Museo del Prado
cobran vida para aconsejar a Clara el camino que debe tomar.
La rueda de la vida (1942) arranca
en una feria de una capital de provincias. Ambiente fin de siglo, tan cursi,
tan pomposo, tan ingenuo. La famosa cantante de variedades Nina Luján (Antoñita
Colomé) conoce en la feria a un modesto músico de café cantante llamado Alberto
(Ismael Merlo). Ante él, por su amor provinciano y modesto, se finge camarera
en la fonda donde se ha hospedado. Ha huido de Madrid y de la fama y él le
ofrece una canción en la que se cifra toda su devoción por Nina, que dice
llamarse Elena. Renuncia a partir con sus amigos en viaje de estudios a Italia
y busca el modo de que ella debute en el café cantante, seguro de su éxito.
Entretanto, el agente de Nina (Gabriel Algara) y el empresario del teatro
madrileño (Pedro Barreto) remueven cielo y tierra para dar con ella. La
actuación desastrosa ante un público garrulo y soez significa su separación.
Pasan los años… Muchos. La noria de la vida gira y gira sin parar. Lo sabían
los autores de esta comedia dramática y los espectadores que acudieron al cine
a verla cuando se estrenó en 1942. Quizá por eso, más acertado que el banal
enredo, más seguro que las titubeantes interpretaciones de los intérpretes
principales, más firme que el pulso confuso del realizador, nos parece el
ambiente de la feria fin de siglo, con el retrato de los espectadores
vocingleros y con esa deliciosa cantante de variedades que se anuncia como
Dorita y que cuando Nina Luján le dice que parecen fieras se levanta el
flequillo para dejar al aire la cicatriz en la frente que atestigua que sí, que
son fieras desatadas y que aquí se actúa sin red con el consiguiente riesgo
para la vida del artista.
Eusebio recurre de nuevo a un argumento de su hermano Luis
en El abanderado (1943), sólo que esta vez es un original
que novela el episodio del levantamiento contra las tropas francesas de los
capitanes Luis Daoiz (Raúl Cancio) y Pedro Velarde (José Nieto), oficiales del
cuartel madrileño de Monteleón. Comparte con ellos destino heróico el teniente
Javier Torrealta (Alfredo Mayo), abanderado del regimiento, en el que al
principio no confían por estar prometido con la hija de un oficial francés
(Isabel de Pomés). Durante la dictadura de Primo de Rivera, José Buchs ya había
entrevisto las posibilidades de los hechos del Dos de mayo
(1927) como material para la exaltación nacionalista. El punto máximo del
numantinismo tendrá lugar a finales de la década de los cuarenta, a partir del
éxito de Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1947), cuando la
Guerra de Independencia sirva de correlato a la situación de España tras la
retirada de embajadores sancionada por la ONU en 1946. Así que la película de
los hermanos Ardavín puede considerarse precursora de un filón, pero escorada
hacia la exaltación épica y patriótica que se mira en el espejo de la contienda
recién finalizada y no en metáfora del aislamiento internacional del Régimen.
Tanto es así, que cuando los oficiales se reúnen en la taberna de La Pintosilla
para preparar el levantamiento contra los franceses, un exaltado Velarde
exclama:
¿Franco? ¿Mola? ¿Sanjurjo? La retórica, desde luego, es la de 1936 y no la de 1808.—Se trata de promover un alzamiento nacional para oponernos por las armas al avance de los invasores. ¡Así salvaremos la dignidad y la independencia de España!
En el aspecto técnico lo más destacable es, aparte de
algunos alardes de montaje a la soviética, la fotografía de Hans Sheib,
brillante en las escenas palaciegas, jugando el claroscouro durante la
conspiración y nimbada de flous y velada por el humo en todo el tramo final, lo
que le confiere un extemporáneo tono onírico.
Luis Fernández Ardavín urdió en 1921 un drama en verso sobre
la figura del Greco y uno de sus más enigmáticos cuadros: “La dama del armiño”.
Dicen unos que fuera la amante del Greco, otros, que un personaje de la corte
toledana... El dramaturgo, libre de ataduras históricas, fabula que la tal dama
es la hija del pintor de la que cae fervientemente enamorado un joven orfebre
judío. Completa el triángulo multirracial una joven morisca, que siente por el
semita una pasión insoslayable. Cinco lustros después de su estreno en los
escenarios emprende Eusebio, con la colaboración de su hermano, la tarea de
adaptar la obra a la pantalla. Para darle un poco de aire cinematográfico
cuentan con la colaboración del también director y guionista Rafael Gil. Aparte
de “airear” el drama y concebir algunas escenas en función de los decorados de
Enrique Alarcón o del suspense, habría hecho falta un mayor pulimento de los
diálogos, en prosa, pero tan tremendamente literarios que por veces intérpretes
tan seguros como Julia Lajos, se sienten incómodos.
Lina Yegros encarna a Catalina, la hija cristiana del Greco,
Jorge Mistral al semita Samuel el Joven y Alicia Palacios a la musulmana
Jarifa. La película se las arregla para justificar la conversión del judío al
catolicismo de modo que su amor por Catalina resulte lícito, en tanto que
Jarifa, capaz de sacrificarse a sí misma por el hombre al que ama, desaparezca
del mapa. Ardavín la ha mostrado antes tumbada a los pies de la cama de Samuel,
como el lebrel al que él acaricia. Samuel ve por primera vez a Catalina durante
la festividad del Corpus, a la que ha acudido para estudiar la Custodia de
plata que constituye el corazón de la procesión. Extasiado, Samuel no se
acuerda de arrodillarse, como sus compañeros. Cuando lo hace, sus ojos van de
la Custodia al balcón donde está Catalina. Ardavín liga los dos objetos de
adoración mediante una panorámica, en una transferencia que condicionará la
conversión de Samuel. Así, desde su mismo planteamiento y mediante sendas
analogías visuales, La dama del armiño plantea una
metáfora un tanto incómoda sobre la unidad de España entendida al modo del
nacional-catolicismo. O asimilación o aniquilación.
A partir de un guión original de su sobrino, César Fernández
Ardavín, que además ejerce de ayudante de dirección, Eusebio dirige Neutralidad
(1949, cinta sobre el heroico comportamiento de la tripulación de
un barco mercante español durante el bloqueo naval ocasionado por la Segunda
Guerra Mundial. Arranca con un montaje de imágenes documentales bélicas. El
titular del diario Informaciones, oportunamente
ilustrado por un retrato de Franco, reza “España define su posición de
neutralidad”. Como consecuencia directa de esta política exterior el genérico
de Neutralidad desemboca en un montaje pastoral en el que
se suceden espigas maduras (la tierra), una cosechadora mecánica (el avance
tecnológico) y una ermita (la iglesia tutelar). El collage finaliza con un
rótulo que nos sitúa en Bilbao en 1943. Podemos comprobar la actividad
industrial —las chimeneas humean alegremente en un día claro— y el tráfago del
puerto en el que se individualiza el “Magallanes”. Recién se incorpora a la
tripulación el joven oficial Sebastián de Urquizu (Mario Berriatúa), cuyo padre
ha fallecido en las primeras escaramuzas náuticas de la Guerra Civil al
intentar burlar el bloqueo de Cádiz con un mercante. El “Magallanes”, entre
cuyos pasajeros hay un cura, una compañía de revistas, niños franceses
refugiados y un financiero argentino abstencionista (José Prada), que confía en
el estallido de una nueva guerra en cuanto finalice la actual. El barcorescata
primero a los tripulantes de una cañonera americana torpedeada en el Atlántico
por un submarino alemán y, más tarde, recogerá a dos náufragos del submarino,
uno de ellos el comandante (Gerard Tichy). Para el capitán del “Magallanes”
(Jesús Tordesillas) es sólo un “hermano del mar” y él da igualmente “a todos la
bienvenida en español”. Neutralidad se desarrolla casi
íntegramente en el reducido espacio del puente de mando, las dependencias del
“Magallanes” y el interior del submarino, creando una sensación de
claustrofobia opresiva, en abierta disonancia con aquellos trigales que habían
sido metáfora de la nueva España. Ante el ultimátum del submarino alemán el
capitán del Magallanes dirige a sus hombres:
Una vez más, España encuentra en su posición de aislamiento internacional la mejor justificación a la política del Régimen. Norteamericanos, franceses y alemanes se ven igualados bajo la benevolente mirada de los españoles y la tutela de la iglesia.—Son las siete menos diez, señores. Me siento fuerte teniéndoles a mi alrededor. Los españoles siempre cerramos filas cuando alguien de fuera nos recuerda quiénes somos.
Neutralidad se estrena en las salas
Real Cinema y Callao de Madrid mientras Eusebio está rodando su nueva
producción en Cinefotocolor. Durante el rodaje, el productor se ha dedicado a
calentar el ambiente: “No se trata de folklore superficial, sino de un hondo
estudio racial en el que juegan su eterna sinfonía el sexo y el amor. Asunto
valiente, repito, un tanto escabroso si se quiere, que aspirarnos a hacer
visible mediante una realización inteligente y digna”. Mangrané aprovecha
además para aludir a sus problemas —reales o supuestos— con la Censura y a que
los espectadores tendrán ocasión de contemplar la versión íntegra
de la cinta. El espinoso argumento gira en torno al sueño de Álvaro (Fernando
Granada), un aristócrata jerezano, de tener descendencia. Desde el principio,
el guión pone en énfasis en las tres mujeres que podrían proporcionarle el hijo
que ansía: la dulce y enfermiza María (Lina Yegros), su legítima esposa a la
que los médicos han advertido del peligro corre su vida en caso de quedar
embarazada; Blanca (Ana Mariscal), prima suya y amor de juventud que simboliza
la ciudad y la sofisticación frente al campo y sus placeres sencillos; y
Carmela (Lola Ramos), que representa la naturaleza y el deseo sin ambages.
Frustradas las tres posibilidades por conveniencia social, por el amor que en
el fondo sigue sintiendo por María y por las intrigas de Blanca, Álvaro
descarga sus ardores en interminables cabalgadas que culminan en una peligrosa
barranca. Estamos ante una película que podríamos denominar post-telúrica,
ya que los elementos naturales se emplean como metáfora de las pasiones y el
argumento evoluciona en paralelo con los ciclos estacionales, un recurso que Eusebio
ya había utilizado en Rosa de Madrid.
El hecho de que la tercera versión de La
reina mora esté interpretada por Antoñita Moreno y Pepe Marchena y
de qué cuente con una batería de canciones adicionales de Quintero, León y
Quiroga, la sitúan de lleno en el terreno de la españolada. Feria de Abril,
penal del Puerto, la Giralda… Aprovechamiento de los exteriores para que luzcan
en flamante Ferraniacolor. El argumento se separa de la obra de los hermanos
Álvarez Quintero para ceder parte del protagonismo al duende de la “casa del
duende” (Miguel Ligero). La fantasía invade también el encuentro entre Coralito
y Esteban en un sueño de la mujer que es un auténtico delirio cromático de
ópera flamenca kitsch. A tenor de las copias conservadas el procedimiento de
Ferrania ha resistido mejor el paso del tiempo que el de Geva. Los tonos un
poco lavados de La reina mora no le han restado
contraste y el cielo cárdeno del espectacular decorado hacen empalidecer a los
exteriores andaluces en el uniformemente desvaído magenta de, por ejemplo, La
bella de Cádiz.
En ésta, el sistema de rodaje mediante tomas alternas viene dictado por la posibilidad de que Luis Mariano interprete su papel y sus canciones tanto en francés como en castellano. Hay variaciones sutiles en el montaje y algunos ajustes en la ordenación de las secuencias, aunque el diseño general es el mismo. El cambio más evidente es la ausencia en la versión española del dueto “Rendez-vous sous la lune”, toda vez que, en la francesa, Carmen Sevilla está doblada por Lina Dachary, que protagonizó el reestreno escénico de 1949. En cambio, en la versión española hay un breve intercambio entre los padres de María Luisa (Fernando Sancho y Rosario Royo) en el que dejan claro su interés en la boda “con un payo de bandera” que “afana parné en grande”. De la comparación entre ambas versiones no se puede colegir que Ardavín interviniera en la puesta en escena. Carmen Sevilla o el supuesto rey de los gitanos tienen algún gag verbal un poco más extenso en la versión española y Alexandrine en la francesa, pero salvo por los ajustes de montaje mencionados apenas hay diferencias. La gran trágica va a interpretar una obra de Racine en la francesa y una de Shakespeare en la española. Manillon barbillea a una de las figurantes en ésta y en aquélla le tienta los pechos, algo inaceptable para la censura española.
En ésta, el sistema de rodaje mediante tomas alternas viene dictado por la posibilidad de que Luis Mariano interprete su papel y sus canciones tanto en francés como en castellano. Hay variaciones sutiles en el montaje y algunos ajustes en la ordenación de las secuencias, aunque el diseño general es el mismo. El cambio más evidente es la ausencia en la versión española del dueto “Rendez-vous sous la lune”, toda vez que, en la francesa, Carmen Sevilla está doblada por Lina Dachary, que protagonizó el reestreno escénico de 1949. En cambio, en la versión española hay un breve intercambio entre los padres de María Luisa (Fernando Sancho y Rosario Royo) en el que dejan claro su interés en la boda “con un payo de bandera” que “afana parné en grande”. De la comparación entre ambas versiones no se puede colegir que Ardavín interviniera en la puesta en escena. Carmen Sevilla o el supuesto rey de los gitanos tienen algún gag verbal un poco más extenso en la versión española y Alexandrine en la francesa, pero salvo por los ajustes de montaje mencionados apenas hay diferencias. La gran trágica va a interpretar una obra de Racine en la francesa y una de Shakespeare en la española. Manillon barbillea a una de las figurantes en ésta y en aquélla le tienta los pechos, algo inaceptable para la censura española.
Supervisiones, codirecciones, una labor cada vez más en
sordina que provoca que en la fecha de su fallecimiento casi nadie se acordara
ya de él y que los que lo hicieran lo recordaran más por su discreción personal
que por la consideración del conjunto de su obra cinematográfica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario