sábado, 23 de julio de 2016

puntos de vista sobre eusebio fernández ardavín

Publicado originalmente en www.srfeliu.es el 20/05/2016
Actualizado el 17/04/2018

A falta de conocer las dos últimas películas de Eusebio Fernández Ardavín -Compadece al delincuente (1957) y la coproducción Llegaron dos hombres / Det kom tva män (1959)- y algunas del periodo silente y postbélico, me atrevía el otro día, en otro lugar, a hacer una valoración impresionista sobre su carrera. Me quedaba con Rosa de Madrid (1927), Don Floripondio (1936), La dama del armiño (1947) y con los aciertos parciales de La rueda de la vida (1942), Neutralidad (1949) y Vértigo / Casta andaluza (1950).

En otros títulos en los que colaboró como supervisor o director adjunto resulta bastante problemático atribuirle méritos o deméritos. Los créditos de la versión española de La bella de Cádiz / La belle de Cadix (1953) llevan una cartela en la que se dice que es “Un film de Raymond Bernard”, aunque más adelante haya otro que acredite a Eusebio Fernández Ardavín con el vago cometido de la “dirección de la versión española”. Dado que existía una exigencia sindical de cara a validar la coproducción -y su correspondiente ayuda económica oficial- es fácil que Benito Perojo recurriera a Ardavín para allanar el camino administrativo. Por estos mismos años también supervisa la realización de La reina mora (Raúl Alfonso, 1954), que él mismo había dirigido antes de la guerra.

Cae ahora en mis manos el folleto editado en 1965 por el Festival de San Sebastián con motivo del recuerdo que le dedicó el certamen a raíz de su fallecimiento unos meses antes. Llama la atención en el texto que le dedica Rafael Gil que las películas que avalora son precisamente las que menos pueden interesarnos hoy: las encorsetadas El agua en el suelo (1934) y La florista de la reina (1940) o la poco convincente biografía del padre Manjón Forja de almas (1943), su proyecto inicial para “Vísperas de un imperio” que terminaría convirtiéndose en la descafeinada El doncel de la reina (1946), para culminar con la que considera su última obra maestra: Neutralidad. Parece como si más allá de la capacidad de Eusebio Fernández Ardavín para la narración cinematográfica, más allá de su gusto por las estructuras cíclicas y por los efectos de montaje, Gil priorizara el sesgo ideológico de estas cintas. He aquí una panorámica sobre unas y otras que debería servir para hacerse una idea general de su trayectoria.

Tras algunos tanteos cinematográficos desde finales de la segunda década del siglo, Eusebio Fernández Ardavín emprende en 1926 una serie de adaptaciones de obras de teatro y zarzuelas de su hermano Luis, para las que César, un tercer hermano que se firma con el anagrama "Vinfer", realiza la cartelería. Como todo queda en casa la productora no podía llamarse de otro modo que Producciones Ardavín.

La primera película del lote es la versión cinematográfica de la zarzuela La bejarana, estrenada en 1924 en el Teatro Apolo. La música era de los maestros Francisco Alonso y Emilio Serrano. La película se estrenó dos años después en el Teatro de la Zarzuela, así que es más que probable que los principales cantables y bailes formaran parte del espectáculo. No debe extrañarnos por ello la anormal duración de algunas escenas cuando ahora vemos la película sin sonido. El montaje de paisajes salmantinos y de algunas ilustraciones literales de las didascalias versificadas se ajustaban a las necesidades del desarrollo musical que acompañaba la proyección. La adaptación actualiza la acción, justificando la leva de los quintos, que tanto peso tiene en la trama, por la guerra de Marruecos. Por lo demás, el argumento se ciñe al de la obra lírica: la hija de un rico labrador está enamorada del mayoral de su padre, pero éste quiere que se case con un hombre con fortuna. Hasta tres parejas ofrecen distintas versiones del amor... Los intertítulos resultan un tanto sobrecargados, como en otros largometrajes de esta etapa y subrayan el origen literario del argumento, pero el rodaje en exteriores, la utilización del paisaje como parte del relato y algunos fragmentos de carácter folklórico sirven para contrapeso. Además, el director recurre repetidamente a un simbolismo de carácter religioso que asocia la virginidad con la imaginería católica y a la mujer castellana con las tallas marianas de las iglesias, aunque el momento más arriesgado desde el punto de vista narrativo es la inclusión de unas sombras chinescas, al modo de Lotte Reiniger, para mostrar la comitiva del entierro de Ana.

Tras la buena acogida de La bejarana, Eusebio cuenta con el matrimonio formado por Santiago Artigas y Pepita Díaz para dar vida a la pareja protagonista de El bandido de la sierra (1927): Salvador y Paula. Ambos buscan venganza contra el cacique del pueblo (Modesto Rivas). Al primero, le robó la mujer, a ella, la honra. Salvador huyó con la hija de Hipólito, que se crió con unos gitanos hasta que él volvió de América y pudo rescatarla. Martinillo (Manuel Dicenta), criado de Salvador encuentra su refugio en la sierra y traba amistad con la muchacha, en tanto que el bandido se lleva a Paula, enamorada de él, a vivir a la sierra. En compañía de Trampolín (Emilio Mesejo), el clown que actuaba con los gitanos y sigue a Fuensanta como un perro fiel, constituyen una especie de comuna en la Arcadia montañosa, al margen de las leyes de los hombres. Sin embargo, Hipólito, ansioso de venganza, localiza su refugio y, al intentar, matar a Salvador, hiere a su propia hija. La joven convalece en casa de su padre, al que aborrece, mientras el bandido de la sierra languidece en prisión y Paula vaga por el monte. Pero, en contacto con su hija, Hipólito se redime y crea un asilo para los menesterosos. Mientras tanto, Martinillo se pone de acuerdo con Paula para liberar a Salvador. Tan prolijo argumento resulta aún más alambicado puesto que la cinta tiene una estructura de cajas chinas en la que, amén de los pasajes descriptivos del lugar en que tiene lugar la acción y los personajes que van a jugar un papel en ella, cada uno de los antecedentes nos es presentado con detenimiento, en paralelo con los personajes que narran los incidentes. Tal sucede con la pérdida de la honra de Paula, el encuentro de Martinillo con  el bandido o el rapto de Fuensanta y sus andanzas con los gitanos. Esto, unido a la sobreutilización de unos intertítulos tan literarios como redundantes supone un pesado lastre para la fluidez de la narración. En la columna del haber hay que consignar un magnífico trabajo fotográfico de José María Beltrán y Ángel del Río en exteriores naturales y la inclusión de códigos del cine de aventuras y del western en el armazón dramático del drama rural.

La última cinta de la trilogía en llegar a la pantalla es Rosa de Madrid (1928), folletín de modistillas mancilladas, señoritos canallas y amantes redimidos por la renuncia que incorpora en sus intertítulos los octosílabos y seguidillas de corte popular que acompañan la reconstrucción del Madrid finisecular. La estructura de la película, en tres actos y un epílogo sigue la pauta de las estaciones del año. Aunque los protagonistas son Concha Dorado y Pedro Larrañaga, nos interesan las figuras de Conchita y Juanita Montenegro, dos bailarinas que darían mucho que hablar, y que encarnan a dos chulillas que trabajan en el taller de modista que con tesón intenta sacar adelante la protagonista.

Tras su paso por Joinville-le-Pont, donde la Paramount tiene instalados sus estudios europeos para el rodaje de multiversiones y durante el cual no se le acredita ninguna función concreta salvo el aprendizaje de la técnica, regresa a España para hacerse cargo de la dirección artística de los recién creados estudios CEA, en cuyo equipo directivo concurrían notables dramaturgos como Jacinto Benavente, Carlos Arniches y los hermanos Joaquín y Serafín Álvarez Quintero, que son los responsables del guión de El agua en el suelo. Ardavín recurre a cuanto recurso está en su mano para evitar el estatismo: rodaje en exteriores en Comillas, secuencias de montaje al ritmo de la música del maestro Alonso e, incluso, mosaicos al modo vanguardista... Bien poco pueden estos artificios ante unos diálogos declamatorios y unos intérpretes forzadamente teatrales, empezando por la jovencísima, bella y elegante Maruchi Fresno. Es dable entender la religiosidad de la película como parte del rearme moral de las fuerzas conservadoras frente a un anticlericalismo que había calado hondo entre las clases populares. El aire “film d'art” que destila la cinta con veinte años de retraso, también incide en esa línea de buen gusto burgués que contrasta con La hermana San Sulpicio (1934) y Nobleza baturra (1935), dos películas dirigidas por Florián Rey para Cifesa en las que se tocaban estos mismos asuntos en registro popular.

De nuevo están los hermanos Álvarez Quintero en el origen de La reina mora (1936), obrita lírica de los susodichos hermanos con música del maestro Serrano. José Buchs había dirigido ya una primera adaptación en 1922 y Raúl Alfonso reincidirá en 1954; actuó en esta ocasión Eusebio Fernández Ardavín como supervisor. La versión de 1936 es una producción de Cifesa. Fue una de las últimas antes del golpe militar del 18 de julio de 1936 y se estrenó el año siguiente en el Madrid republicano y, posteriormente, tras algunos cortes en la zona dominada por el ejército rebelde. Lo más probables es que la actuación censorial se refiriera al papel de la beata doña Juana la Loca (Alejandrina Caro), de misa y confesión diaria, y el restaurador de santos Miguel Ángel (Valeriano Ruiz París). Son personajes secundarios que comentan el misterio de “la casa del duende” en el sevillano barrio de Santa Cruz. Allí se recluye una trianera (María Arias) durante el tiempo que su hombre (Pedro Terol) cumple condena por haber herido en una pelea al canalla que la ofendió (José Córdoba). Lo raro es que una vez planteado el conflicto, el ofensor desaparece de escena. Claro que también lo hacen Esteban y Coralito, ya que sólo se reúnen en una emotiva escena en la Cárcel Provincial y durante el reencuentro final. Entre tanto, el enredo se ovilla y desovilla entre los secundarios: Cotufa (Erasmo Pascual), el hermano de Coralito; Mercedes (Raquel Rodrigo), la costurera pizpireta que tiene su taller frente por frente con la “casa del duende” y don Nuez (Antonio Gil “Varillas”), tenorio de barrio que presume de que no se le escapa una viva.

La puya (auto)irónica contra la españolada se concentra en una escena que es un travelogue humorístico por los monumentos de Sevilla y su historia. Finalmente, descubriremos que la voz tiene un origen diegético: un guía sevillano culmina el relato de las excelencias de la ciudad ante la “casa del duende” para dos turistas sajones tan estrambóticos como tópicos. Santiago Ontañón diseñó los decorados construidos en los estudios Roptence de Madrid. La continuidad entre estos y los exteriores sevillanos resulta harto conflictiva, lo que hace destacar más aún el carácter abstracto de los diseños de Ontañón.

El actor Valeriano León había estrenado la comedia de Luis de Vargas Don Floripondio  en el Teatro Apolo en 1928. Ocho años después repite para la pantalla el papel de este pobre hombre, cuya bonhomia e inutilidad anda en coplas, Don Floro tiene un hijo perdis (Manuel Dicenta) y otros tres pequeños a los que no tiene con que darles de comer. Don Floripondio será así mozo en una librería, “caradura” en el pim-pam-pum y administrador de una condesa cuyos hijos lo llevan a un cabaret para sacarle los cuartos. La película se estaba rodando en los estudios Roptence el 18 de julio de 1936. Los trabajos quedaron suspendidos durante breve tiempo por las circunstancias que vivía la ciudad y se remató como mejor se pudo. Pero el hecho de que Valeriano León se significara a favor de los sublevados impidió su estreno en el Madrid del “¡No pasarán!”. Tampoco su tono populista -bien que moralizante y conservador- convenció a la Junta de Censura de los vencedores, por lo que hubo que hacer nuevos ajustes de montaje en 1939. Llega, al fin, a las salas madrileñas en enero de 1940, donde no pueden menos que extrañar comportamientos y actitudes que quedarán desterrados de la pantalla durante bastantes décadas. Los modos del sainete se conjugan con algunos números musicales a la americana -complemento imprescindible al parecer de casi cualquier película de estos años- y con apuntes menos evidentes del cine frentepopulista francés. A pesar de la ausencia de cualquier indicio de la situación que se vivía en Madrid durante el rodaje, el principal valor de Don Floripondio es, por tanto, su condición de testimonio de una época.

La Marquesona (1939) era una de las producciones que Cifesa iba a rodar en julio de 1936, probablemente con el equipo técnico y los medios de El genio alegre (Fernando Delgado, 1939). El director previsto entonces era Francisco Elías, avalado por el éxito de María de la O (1936), en la que también tenía un papel de relieve Pastora Imperio. Finalmente, fue Eusebio Fernández Ardavín quien se hizo cargo del proyecto una vez finalizada la Guerra Civil. Elías se exilió en México.
Nos encontramos una vez más, ante el drama de la maternidad, tan caro al cine republicano. Carmen “La Marquesona” (Pastora Imperio) fue en otros tiempos una gran figura del cante y el baile flamenco, pero por culpa de un mal hombre (Jesús Tordesillas) se ha visto obligada a viajar por los polvorientos caminos de Andalucía, a fin de sacar adelante a su hija (Luchy Soto). Sin embargo, ésta ha conocido a un señorito (Francisco García Muñoz) que la convence para que abandone a su madre y la compañía. La Marquesona teme que la historia se repita. Se da así, cierto paralelismo entre la peripecia de la protagonista y la auténtica biografía de Pastora Imperio, separada del torero Rafael El Gallo desde poco después de su matrimonio y con una hija habida de un aristócrata que sólo llevó los apellidos de la madre. Con La Marquesona viajan un grupo de inútiles: el guitarrista Montesinos (el dibujante Fernando Fresno), el rapsoda Machuca (Miguel García Morcillo) y la temperamental Venus de Azúcar (Mary del Río), una fanática de la publicidad. Cuando todos se instalan en el palacio cordobés del prometido de la niña, se producen los clásicos equívocos que también quedan reflejados en Los hijos de la noche / I figli della notte (Benito Perojo, 1939) o Pepe Conde (José López Rubio, 1941). Es en estas escenas donde Eusebio Fernández Ardavín recurre con mayor frecuencia a una puesta en escena frontal, con planos de conjunto, de un primitivismo deudor de la representación teatral que había conocido un sonoro éxito en el Teatro de la Comedia allá por 1934.

María Guerrero López, sobrina de la ilustre María Guerrero, fue protagonista habitual de los dramas en verso de Luis Fernández Ardavín. Ambos inauguraron la temporada de 1940 estrenando en el Teatro España el drama en verso La florista de la reina. Eusebio realizó inmediatamente la adaptación cinematográfica, como ya había hecho con otras obras de su hermano y conservó en el papel principal a quien le había dado vida en el escenario. Para darle la réplica, dos prometedores valores de la pantalla: Alfredo Mayo y Ana Mariscal. Es el primero un entusiasta poeta de provincias llamado Juan Manuel (Mayo) que se traslada a Madrid con sueños de gloria. En el tren conoce a un crítico teatral que le promete presentarle a la crema de la inteletualidad decimonónica en el Café de Platerías. Allí escribe sus crónicas periodísticas Mariano de Cavia y compone sus melodías Federico Chueca. Ambiente fin de siglo con más de un deje romántico, porque Juan Manuel, cual dama de las camelias, padece una tisis galopante, de la que le cuidará desinteresadamente Flor (Guerrero), florista pizpireta pero honesta a carta cabal. Por ello rehúsa las propuestas de Paco (Jesús Tordesillas), empresario teatral enamorado de ella.

Ni el esmero caligráfico -a ratos rutinario- de Fernández Ardavín ni cierta opulencia escenográfica -como en el baile de Carnaval- consiguen salvar la función. Conceptual, formal e ideológicamente, cine vetusto.

En Tierra y cielo (1941) Clara Laurel (Maruchi Fresno) acude diariamente al Museo del Prado para copiar una Inmaculada de Murillo. Pretende así ganarse la vida con independencia de la fortuna de un padre viudo a punto de contraer nuevas nupcias. En el museo conoce a Juan Ernesto Sorin, alias Antonio Gutiérrez (Armando Calvo), un vividor español que ha escapado de una prisión francesa donde aguardaba una cita con madame Guillotine. Ambos se enamoran bajo una falsa identidad y viajan a Sevilla en busca del espíritu del arte. Las estampas turísticas de la Plaza de España y el barrio de Santa Cruz se suceden con monotonía turística hasta que un hombre que puede reconocer en Antonio al asesino buscado en París se cruza con la pareja. Antonio escapa y jura regresar el día que haya podido probar su inocencia. Aquejada de unas interpretaciones envaradas por parte de Maruchi Fresno y Armando Calvo, a quienes poco ayudan unos diálogos entre patrióticos y literarios, lo más interesante de la película se encuentra en una escena onírica en la que los personajes de los cuadros del Museo del Prado cobran vida para aconsejar a Clara el camino que debe tomar.

La rueda de la vida (1942) arranca en una feria de una capital de provincias. Ambiente fin de siglo, tan cursi, tan pomposo, tan ingenuo. La famosa cantante de variedades Nina Luján (Antoñita Colomé) conoce en la feria a un modesto músico de café cantante llamado Alberto (Ismael Merlo). Ante él, por su amor provinciano y modesto, se finge camarera en la fonda donde se ha hospedado. Ha huido de Madrid y de la fama y él le ofrece una canción en la que se cifra toda su devoción por Nina, que dice llamarse Elena. Renuncia a partir con sus amigos en viaje de estudios a Italia y busca el modo de que ella debute en el café cantante, seguro de su éxito. Entretanto, el agente de Nina (Gabriel Algara) y el empresario del teatro madrileño (Pedro Barreto) remueven cielo y tierra para dar con ella. La actuación desastrosa ante un público garrulo y soez significa su separación. Pasan los años… Muchos. La noria de la vida gira y gira sin parar. Lo sabían los autores de esta comedia dramática y los espectadores que acudieron al cine a verla cuando se estrenó en 1942. Quizá por eso, más acertado que el banal enredo, más seguro que las titubeantes interpretaciones de los intérpretes principales, más firme que el pulso confuso del realizador, nos parece el ambiente de la feria fin de siglo, con el retrato de los espectadores vocingleros y con esa deliciosa cantante de variedades que se anuncia como Dorita y que cuando Nina Luján le dice que parecen fieras se levanta el flequillo para dejar al aire la cicatriz en la frente que atestigua que sí, que son fieras desatadas y que aquí se actúa sin red con el consiguiente riesgo para la vida del artista.

Eusebio recurre de nuevo a un argumento de su hermano Luis en El abanderado (1943), sólo que esta vez es un original que novela el episodio del levantamiento contra las tropas francesas de los capitanes Luis Daoiz (Raúl Cancio) y Pedro Velarde (José Nieto), oficiales del cuartel madrileño de Monteleón. Comparte con ellos destino heróico el teniente Javier Torrealta (Alfredo Mayo), abanderado del regimiento, en el que al principio no confían por estar prometido con la hija de un oficial francés (Isabel de Pomés). Durante la dictadura de Primo de Rivera, José Buchs ya había entrevisto las posibilidades de los hechos del Dos de mayo (1927) como material para la exaltación nacionalista. El punto máximo del numantinismo tendrá lugar a finales de la década de los cuarenta, a partir del éxito de Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1947), cuando la Guerra de Independencia sirva de correlato a la situación de España tras la retirada de embajadores sancionada por la ONU en 1946. Así que la película de los hermanos Ardavín puede considerarse precursora de un filón, pero escorada hacia la exaltación épica y patriótica que se mira en el espejo de la contienda recién finalizada y no en metáfora del aislamiento internacional del Régimen. Tanto es así, que cuando los oficiales se reúnen en la taberna de La Pintosilla para preparar el levantamiento contra los franceses, un exaltado Velarde exclama:
—Se trata de promover un alzamiento nacional para oponernos por las armas al avance de los invasores. ¡Así salvaremos la dignidad y la independencia de España!
¿Franco? ¿Mola? ¿Sanjurjo? La retórica, desde luego, es la de 1936 y no la de 1808.
En el aspecto técnico lo más destacable es, aparte de algunos alardes de montaje a la soviética, la fotografía de Hans Sheib, brillante en las escenas palaciegas, jugando el claroscouro durante la conspiración y nimbada de flous y velada por el humo en todo el tramo final, lo que le confiere un extemporáneo tono onírico.

Luis Fernández Ardavín urdió en 1921 un drama en verso sobre la figura del Greco y uno de sus más enigmáticos cuadros: “La dama del armiño”. Dicen unos que fuera la amante del Greco, otros, que un personaje de la corte toledana... El dramaturgo, libre de ataduras históricas, fabula que la tal dama es la hija del pintor de la que cae fervientemente enamorado un joven orfebre judío. Completa el triángulo multirracial una joven morisca, que siente por el semita una pasión insoslayable. Cinco lustros después de su estreno en los escenarios emprende Eusebio, con la colaboración de su hermano, la tarea de adaptar la obra a la pantalla. Para darle un poco de aire cinematográfico cuentan con la colaboración del también director y guionista Rafael Gil. Aparte de “airear” el drama y concebir algunas escenas en función de los decorados de Enrique Alarcón o del suspense, habría hecho falta un mayor pulimento de los diálogos, en prosa, pero tan tremendamente literarios que por veces intérpretes tan seguros como Julia Lajos, se sienten incómodos.

Lina Yegros encarna a Catalina, la hija cristiana del Greco, Jorge Mistral al semita Samuel el Joven y Alicia Palacios a la musulmana Jarifa. La película se las arregla para justificar la conversión del judío al catolicismo de modo que su amor por Catalina resulte lícito, en tanto que Jarifa, capaz de sacrificarse a sí misma por el hombre al que ama, desaparezca del mapa. Ardavín la ha mostrado antes tumbada a los pies de la cama de Samuel, como el lebrel al que él acaricia. Samuel ve por primera vez a Catalina durante la festividad del Corpus, a la que ha acudido para estudiar la Custodia de plata que constituye el corazón de la procesión. Extasiado, Samuel no se acuerda de arrodillarse, como sus compañeros. Cuando lo hace, sus ojos van de la Custodia al balcón donde está Catalina. Ardavín liga los dos objetos de adoración mediante una panorámica, en una transferencia que condicionará la conversión de Samuel. Así, desde su mismo planteamiento y mediante sendas analogías visuales, La dama del armiño plantea una metáfora un tanto incómoda sobre la unidad de España entendida al modo del nacional-catolicismo. O asimilación o aniquilación.

A partir de un guión original de su sobrino, César Fernández Ardavín, que además ejerce de ayudante de dirección, Eusebio dirige Neutralidad (1949, cinta sobre el heroico comportamiento de la tripulación de un barco mercante español durante el bloqueo naval ocasionado por la Segunda Guerra Mundial. Arranca con un montaje de imágenes documentales bélicas. El titular del diario Informaciones, oportunamente ilustrado por un retrato de Franco, reza “España define su posición de neutralidad”. Como consecuencia directa de esta política exterior el genérico de Neutralidad desemboca en un montaje pastoral en el que se suceden espigas maduras (la tierra), una cosechadora mecánica (el avance tecnológico) y una ermita (la iglesia tutelar). El collage finaliza con un rótulo que nos sitúa en Bilbao en 1943. Podemos comprobar la actividad industrial —las chimeneas humean alegremente en un día claro— y el tráfago del puerto en el que se individualiza el “Magallanes”. Recién se incorpora a la tripulación el joven oficial Sebastián de Urquizu (Mario Berriatúa), cuyo padre ha fallecido en las primeras escaramuzas náuticas de la Guerra Civil al intentar burlar el bloqueo de Cádiz con un mercante. El “Magallanes”, entre cuyos pasajeros hay un cura, una compañía de revistas, niños franceses refugiados y un financiero argentino abstencionista (José Prada), que confía en el estallido de una nueva guerra en cuanto finalice la actual. El barcorescata primero a los tripulantes de una cañonera americana torpedeada en el Atlántico por un submarino alemán y, más tarde, recogerá a dos náufragos del submarino, uno de ellos el comandante (Gerard Tichy). Para el capitán del “Magallanes” (Jesús Tordesillas) es sólo un “hermano del mar” y él da igualmente “a todos la bienvenida en español”. Neutralidad se desarrolla casi íntegramente en el reducido espacio del puente de mando, las dependencias del “Magallanes” y el interior del submarino, creando una sensación de claustrofobia opresiva, en abierta disonancia con aquellos trigales que habían sido metáfora de la nueva España. Ante el ultimátum del submarino alemán el capitán del Magallanes dirige a sus hombres:
—Son las siete menos diez, señores. Me siento fuerte teniéndoles a mi alrededor. Los españoles siempre cerramos filas cuando alguien de fuera nos recuerda quiénes somos.
Una vez más, España encuentra en su posición de aislamiento internacional la mejor justificación a la política del Régimen. Norteamericanos, franceses y alemanes se ven igualados bajo la benevolente mirada de los españoles y la tutela de la iglesia.

Neutralidad se estrena en las salas Real Cinema y Callao de Madrid mientras Eusebio está rodando su nueva producción en Cinefotocolor. Durante el rodaje, el productor se ha dedicado a calentar el ambiente: “No se trata de folklore superficial, sino de un hondo estudio racial en el que juegan su eterna sinfonía el sexo y el amor. Asunto valiente, repito, un tanto escabroso si se quiere, que aspirarnos a hacer visible mediante una realización inteligente y digna”. Mangrané aprovecha además para aludir a sus problemas —reales o supuestos— con la Censura y a que los espectadores tendrán ocasión de contemplar la versión íntegra de la cinta. El espinoso argumento gira en torno al sueño de Álvaro (Fernando Granada), un aristócrata jerezano, de tener descendencia. Desde el principio, el guión pone en énfasis en las tres mujeres que podrían proporcionarle el hijo que ansía: la dulce y enfermiza María (Lina Yegros), su legítima esposa a la que los médicos han advertido del peligro corre su vida en caso de quedar embarazada; Blanca (Ana Mariscal), prima suya y amor de juventud que simboliza la ciudad y la sofisticación frente al campo y sus placeres sencillos; y Carmela (Lola Ramos), que representa la naturaleza y el deseo sin ambages. Frustradas las tres posibilidades por conveniencia social, por el amor que en el fondo sigue sintiendo por María y por las intrigas de Blanca, Álvaro descarga sus ardores en interminables cabalgadas que culminan en una peligrosa barranca. Estamos ante una película que podríamos denominar post-telúrica, ya que los elementos naturales se emplean como metáfora de las pasiones y el argumento evoluciona en paralelo con los ciclos estacionales, un recurso que Eusebio ya había utilizado en Rosa de Madrid.

El hecho de que la tercera versión de La reina mora esté interpretada por Antoñita Moreno y Pepe Marchena y de qué cuente con una batería de canciones adicionales de Quintero, León y Quiroga, la sitúan de lleno en el terreno de la españolada. Feria de Abril, penal del Puerto, la Giralda… Aprovechamiento de los exteriores para que luzcan en flamante Ferraniacolor. El argumento se separa de la obra de los hermanos Álvarez Quintero para ceder parte del protagonismo al duende de la “casa del duende” (Miguel Ligero). La fantasía invade también el encuentro entre Coralito y Esteban en un sueño de la mujer que es un auténtico delirio cromático de ópera flamenca kitsch. A tenor de las copias conservadas el procedimiento de Ferrania ha resistido mejor el paso del tiempo que el de Geva. Los tonos un poco lavados de La reina mora no le han restado contraste y el cielo cárdeno del espectacular decorado hacen empalidecer a los exteriores andaluces en el uniformemente desvaído magenta de, por ejemplo, La bella de Cádiz.

En ésta, el sistema de rodaje mediante tomas alternas viene dictado por la posibilidad de que Luis Mariano interprete su papel y sus canciones tanto en francés como en castellano. Hay variaciones sutiles en el montaje y algunos ajustes en la ordenación de las secuencias, aunque el diseño general es el mismo. El cambio más evidente es la ausencia en la versión española del dueto “Rendez-vous sous la lune”, toda vez que, en la francesa, Carmen Sevilla está doblada por Lina Dachary, que protagonizó el reestreno escénico de 1949. En cambio, en la versión española hay un breve intercambio entre los padres de María Luisa (Fernando Sancho y Rosario Royo) en el que dejan claro su interés en la boda “con un payo de bandera” que “afana parné en grande”. De la comparación entre ambas versiones no se puede colegir que Ardavín interviniera en la puesta en escena. Carmen Sevilla o el supuesto rey de los gitanos tienen algún gag verbal un poco más extenso en la versión española y Alexandrine en la francesa, pero salvo por los ajustes de montaje mencionados apenas hay diferencias. La gran trágica va a interpretar una obra de Racine en la francesa y una de Shakespeare en la española. Manillon barbillea a una de las figurantes en ésta y en aquélla le tienta los pechos, algo inaceptable para la censura española.

Supervisiones, codirecciones, una labor cada vez más en sordina que provoca que en la fecha de su fallecimiento casi nadie se acordara ya de él y que los que lo hicieran lo recordaran más por su discreción personal que por la consideración del conjunto de su obra cinematográfica.

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